martes, 30 de octubre de 2012

Subir y bajar

Contaba mi madre que cuando yo era pequeño me subía al sofá del comedor y luego no sabía bajar. Cansada de perseguirme y temiendo que en cualquier momento de distracción pudiera caerme y abrirme la cabeza decidió enseñarme a bajar del sofá tumbado boca abajo y dejando colgar las piernas hacia abajo hasta tocar con los pies en el suelo. No tengo recuerdos de aquella etapa de mi vida pero sé que la superé con la cabeza entera.
Los antiguos subían a las montañas buscando a Dios... Hoy hay quien prueba de descubrir quién es Jesús pensando en qué atributos le corresponderían como Hijo de Dios. Pero este enfoque nos aleja de Jesús porque pueden hacerse todo tipo de planteamientos y llegar a las conclusiones más diversas.
Resulta imposible aproximarse a Jesús y empezar a entenderle sin compartir con él algunas de las preocupaciones o intereses que le movieron. Quien no vive a fondo sus propias experiencias es incapaz de entender la experiencia de otro. Fuera del terreno de la experiencia humana la imagen de Jesús se desdibuja.
Jesús tampoco parte de ideas sino de experiencias vividas, de anécdotas (las parábolas), para hablar del Padre y de su Reino: una moneda perdida, una brote que crece, un vecino inoportuno... No son un simple recurso didáctico entre otros. Las situaciones cotidianas son un camino para acercarse a Dios.
Siguiendo Jesús aprendemos a tener los pies en el suelo y a saborear la vida con todos sus matices: él se acerca a las situaciones personales más oscuras y amargas, y al mismo tiempo, sabe disfrutar de los ratos de fiesta con los amigos o de paz en medio del silencio de la noche.
Más adelante, cuando descubrimos que Jesús es más que un hombre cualquiera, tampoco podemos olvidar como él ha vivido y pretender situarlo más allá de todo. Jesús resucitado conserva sus heridas en las manos y en el costado.
Sí, lo reconocemos como el Hijo de Dios pero eso no le ha ahorrado ninguna experiencia: ni el fracaso, ni el dolor, ni la muerte. El recorrido humano de Jesús no es una simple anécdota, es la clave que permite descubrir quién es él y cómo es Dios.
Buscar a Jesús a partir de la experiencia humana no rebaja su divinidad, sino que pone de manifiesto las posibilidades y la riqueza infinitas de todo lo humano.

lunes, 8 de octubre de 2012

Una mirada

Doy clase en varios cursos y al cabo del día veo un montón de gente diferente. Siempre encuentras a alguien que te llama la atención. Por ejemplo, me he encontrado con alumnos que parecen leerte el pensamiento. Te miran y explican a sus compañeros que ahora harás tal o cual cosa que, efectivamente, tú estabas a punto de hacer, o te miran de reojo antes de que puedas decir que hay que hacer algunos deberes para pasado mañana.
Es una experiencia sorprendente de proximidad en la que no hacen falta las palabras, basta con una mirada. Y el efecto es reversible: yo también puedo adivinar su pensamiento y captar qué dirá o qué siente. Aunque suele limitarse a momentos muy concretos.
Jesús rodeado de gente nota que alguien le ha tocado, en otra ocasión oye una voz que le llama en medio de una bronca o lee en los ojos del discípulo sus preocupaciones. No necesita explicaciones. Jesús está atento y capta hasta el más mínimo detalle. Con el tono de voz o con un gesto de las personas adivina sus ilusiones o sus miedos. Y, por eso, cuando les hace una propuesta sabe lo que está haciendo y muy a menudo acierta a abrir nuevas posibilidades en su vida.
También en el silencio de la oración podemos adivinar esa misma mirada de parte de Dios. Él lo sabe todo y nada le pasa por alto de nuestra historia, de nuestras dudas y certezas, de nuestros sueños y deseos... No tenemos nada que esconder. Podemos hablar de todo y con franqueza. Tampoco por estar de buen o mal humor no dejará de escucharnos, podemos estar seguros de que entiende nuestros motivos. Dios nos acoge y nos escucha sin condiciones, ni prisas, ni limitaciones de horario. La sabiduría de Dios, más que darnos miedo, nos permite hablar con absoluta libertad.
Dios lee nuestro interior con mucha más claridad que nosotros mismos. Y por eso, a medida que podemos superar la necesidad de dar excusas para quedar bien, podemos verlo todo más claro. Gracias a Él podemos vernos a nosotros con más luz. Y así, hablando con Dios, cada vez nos conocemos más y más clara es nuestra conciencia sobre nosotros mismos. Cuanto más cerca de su punto de vista nos situamos mejor perspectiva tenemos sobre nosotros. Su mirada ilumina nuestra mirada. La forma en que Dios nos mirar es el camino para vernos en profundidad, para aceptarnos, para avanzar sin obstáculos ni límites hacia nosotros mismos y para acoger a los demás sin que hagan falta más explicaciones.