Sus calcetines estaban medio escondidos bajo el sofá del comedor, las zapatillas quién sabe dónde estarán, sobre su cama había una camiseta hecha una bola y, sobre el suelo, los pantalones de deporte, junto a la bañera han aparecido los calzoncillos al lado de la toalla mojada... Sí, no hay duda: mi hijo pequeño ya ha vuelto del partido y se ha duchado.
Bajo un sofá, en un rincón de la habitación, junto a la bañera... según el punto de vista de un adolescente una casa ofrece muchas posibilidades para deshacerse de la ropa sucia.
A medida que maduramos la vida también nos ofrece oportunidades para deshacernos de lo que nos estorba. A veces se trata de una sacudida que nos hace dudar de todo y nos invita a abandonar planteamientos que ya han caducado, otras veces es la sensación tranquila de que una situación ha llegado a su fin y nos anima a dar nuevos pasos.
De un modo u otro la vida nos va desnudando, tanto si nos gusta como si no, y nos pone delante del espejo para que distingamos lo secundario de lo fundamental. Así nos enteramos de quién somos, qué queremos, qué nos hace felices o qué espera la vida de nosotros. Son descubrimientos imprescindibles para poder aprovechar al máximo el tiempo que tenemos, para vivirlo con intensidad y estar pendientes de todo lo que nos acerca a Dios. Al contrario, no aclararse sobre un mismo suele ser una fuente de sufrimiento.
Una vez hemos ido entendiendo y asumiendo nuestra manera de ser nos resulta más fácil actuar con libertad. Ya no necesitamos disimular, ni esforzarnos por quedar bien, somos como somos. Y esto también hace posible entendernos mejor con los demás.
Pero hay otros momentos en que la sensación de estar desnudos nos resulta dolorosa y pesada: percibimos nuestra absoluta fragilidad, como si toda nuestra vida pendiera de un hilo muy débil y no tuviéramos ningún otro lugar donde agarrarnos, ni nada para protegernos. Esta misma experiencia es la que vivió Jesús en la cruz: abandonado por los amigos, desacreditado ante el pueblo, condenado por las autoridades, maltratado, desnudo... y olvidado por Dios, o eso podía parecer.
La apuesta cristiana es que debajo de toda nuestra vestimenta, cuando nos deshacemos de nuestra última pieza de ropa, hay un espíritu de resistencia, un último soporte, Dios, una paz profunda -no una paz que adormece sino una paz que nos repone- que nos pone en pié, con la que recuperamos las fuerzas como un baño o una ducha que nos resucita después de darlo todo en un partido.
Con Jesús los crucificados ya no están nunca más solos, le tienen a él y pueden encontrar a su lado motivos para confiar en este último punto de apoyo que nos permite mantenernos en pié.
Bajo un sofá, en un rincón de la habitación, junto a la bañera... según el punto de vista de un adolescente una casa ofrece muchas posibilidades para deshacerse de la ropa sucia.
A medida que maduramos la vida también nos ofrece oportunidades para deshacernos de lo que nos estorba. A veces se trata de una sacudida que nos hace dudar de todo y nos invita a abandonar planteamientos que ya han caducado, otras veces es la sensación tranquila de que una situación ha llegado a su fin y nos anima a dar nuevos pasos.
De un modo u otro la vida nos va desnudando, tanto si nos gusta como si no, y nos pone delante del espejo para que distingamos lo secundario de lo fundamental. Así nos enteramos de quién somos, qué queremos, qué nos hace felices o qué espera la vida de nosotros. Son descubrimientos imprescindibles para poder aprovechar al máximo el tiempo que tenemos, para vivirlo con intensidad y estar pendientes de todo lo que nos acerca a Dios. Al contrario, no aclararse sobre un mismo suele ser una fuente de sufrimiento.
Una vez hemos ido entendiendo y asumiendo nuestra manera de ser nos resulta más fácil actuar con libertad. Ya no necesitamos disimular, ni esforzarnos por quedar bien, somos como somos. Y esto también hace posible entendernos mejor con los demás.
Pero hay otros momentos en que la sensación de estar desnudos nos resulta dolorosa y pesada: percibimos nuestra absoluta fragilidad, como si toda nuestra vida pendiera de un hilo muy débil y no tuviéramos ningún otro lugar donde agarrarnos, ni nada para protegernos. Esta misma experiencia es la que vivió Jesús en la cruz: abandonado por los amigos, desacreditado ante el pueblo, condenado por las autoridades, maltratado, desnudo... y olvidado por Dios, o eso podía parecer.
La apuesta cristiana es que debajo de toda nuestra vestimenta, cuando nos deshacemos de nuestra última pieza de ropa, hay un espíritu de resistencia, un último soporte, Dios, una paz profunda -no una paz que adormece sino una paz que nos repone- que nos pone en pié, con la que recuperamos las fuerzas como un baño o una ducha que nos resucita después de darlo todo en un partido.
Con Jesús los crucificados ya no están nunca más solos, le tienen a él y pueden encontrar a su lado motivos para confiar en este último punto de apoyo que nos permite mantenernos en pié.