Los ordenadores de hace unos años no tenían un funcionamiento
muy estable. Dabas una instrucción equivocada y ya no podían seguir
trabajando. "Se ha producido un error fatal y el ordenador se apagará".
En un momento podías perder todo el trabajo que habías hecho.
Las personas no funcionamos así. Equivocarse no suele ser el final de todo aunque pueda parecerlo. Los errores son, muchas veces, un paso más: nos ayudan a avanzar, a tomar conciencia de nuevos problemas, a profundizar, a rectificar... Nunca se pierde nada completamente, todas las experiencias cuentan en nuestra vida, tanto para bien como para mal. Necesitamos saber encajarlas y sacarles algún provecho.
Jesús se encuentra con personas que han equivocado su camino pero no las regaña, ni les da lecciones... espera que ellas mismas saquen las conclusiones pertinentes y las anima a ponerse en marcha otra vez. Con su silencio cálido les descubre que Dios es una puerta siempre abierta, un horizonte esperanzado.
Con demasiada frecuencia se piensa que la respuesta que espera Dios de nosotros es la perfección moral... Él es santo, Él es perfecto, nosotros no. Quererlo todo aquí y ahora es una ilusión infantil que impide nuestra maduración y nos llena de amargura.
El adulto en la fe es aquel que ha aprendido a caminar a pesar de las limitaciones y los fracasos, a desenvolverse con los recursos que Dios le ha dado y a buscar el bien en unas circunstancias en las que lo que se ha conseguido, personal o comunitariamente, no es nunca definitivo. Dios espera de nosotros que no dejamos de confiar, de luchar, de buscar, que no nos rindamos ni nos conformemos.
Sólo Dios es santo. "Santo" más que "perfecto" significa "separado", "diferente", que no es como nada de lo que conocemos. Aunque Jesús y la tradición bíblica nos ha enseñado que Dios comparte su santidad. Las personas podemos dejarnos seducir por Él y entonces nuestra perspectiva sobre nosotros y los demás cambia: ya no nos guiamos por lo que es habitual, conocido o esperable... nos guiamos por una esperanza fuera de lo común. Gracias a esta santidad cedida que nos separa de lo que es más corriente podemos hacer cosas excepcionales, sin ser perfectos.
Nada nos protegerá de cometer nuevos errores pero podemos confiar en que ningún error será fatal.
Las personas no funcionamos así. Equivocarse no suele ser el final de todo aunque pueda parecerlo. Los errores son, muchas veces, un paso más: nos ayudan a avanzar, a tomar conciencia de nuevos problemas, a profundizar, a rectificar... Nunca se pierde nada completamente, todas las experiencias cuentan en nuestra vida, tanto para bien como para mal. Necesitamos saber encajarlas y sacarles algún provecho.
Jesús se encuentra con personas que han equivocado su camino pero no las regaña, ni les da lecciones... espera que ellas mismas saquen las conclusiones pertinentes y las anima a ponerse en marcha otra vez. Con su silencio cálido les descubre que Dios es una puerta siempre abierta, un horizonte esperanzado.
Con demasiada frecuencia se piensa que la respuesta que espera Dios de nosotros es la perfección moral... Él es santo, Él es perfecto, nosotros no. Quererlo todo aquí y ahora es una ilusión infantil que impide nuestra maduración y nos llena de amargura.
El adulto en la fe es aquel que ha aprendido a caminar a pesar de las limitaciones y los fracasos, a desenvolverse con los recursos que Dios le ha dado y a buscar el bien en unas circunstancias en las que lo que se ha conseguido, personal o comunitariamente, no es nunca definitivo. Dios espera de nosotros que no dejamos de confiar, de luchar, de buscar, que no nos rindamos ni nos conformemos.
Sólo Dios es santo. "Santo" más que "perfecto" significa "separado", "diferente", que no es como nada de lo que conocemos. Aunque Jesús y la tradición bíblica nos ha enseñado que Dios comparte su santidad. Las personas podemos dejarnos seducir por Él y entonces nuestra perspectiva sobre nosotros y los demás cambia: ya no nos guiamos por lo que es habitual, conocido o esperable... nos guiamos por una esperanza fuera de lo común. Gracias a esta santidad cedida que nos separa de lo que es más corriente podemos hacer cosas excepcionales, sin ser perfectos.
Nada nos protegerá de cometer nuevos errores pero podemos confiar en que ningún error será fatal.