En el metro viajaba un niño pequeño con su
madre y sus abuelos. “Esta estación es Bac de Roda”, dijo el niño. Su
madre se quedo mirando a los abuelos con cara de extrañeza y les dijo:
“No sé de dónde lo ha sacado.”
De pequeños aprendemos muchas cosas sin que nadie se ocupe de enseñárnoslas. Apenas adivinamos que una información puede tener algún valor intentamos aprovecharla de inmediato. Igualmente cuando nos hacemos mayores sólo aprendemos lo que nos interesa independientemente de lo que nos pretendan enseñar.
El interés por llamar la atención, por ser uno más y no quedarnos atrás despierta nuestra atención. De este deseo de no alejarnos de los demás y de crecer nace nuestra primera sabiduría.
Desear nos hace sabios. Buscando lo que queremos escuchamos, observamos, revolvemos, elegimos, probamos, insistimos... y aprendemos. La sabiduría no son ideas sino hallazgos sobre quiénes somos, qué tenemos que hacer, con quién queremos estar, qué vale la pena, y también alguna decepción. Aunque es imposible dar pasos adelante sin perseguir algún deseo.
Los deseos son el motor de nuestra vida. Es cierto que a veces pueden resultar problemáticos y causarnos dolor o alterarnos hasta el punto de reaccionar con violencia. Pero son también la fuerza que nos mueve a querer, a actuar solidariamente, a construir la paz...
El deseo nos empuja sin pedirnos permiso, no conocemos su origen y, más allá de cada objetivo concreto, no podemos adivinar su propósito final... Se parece mucho a lo que Jesús explica del Espíritu: notamos su fuerza pero no sabemos ni de dónde viene ni hacia dónde va.
Sea como sea esta energía persistente, que nos da fuerza más allá de nuestras fuerzas, es un regalo que se nos hace y que hay que saber acoger. Finalmente el deseo resulta decisivo para llegar a ser nosotros mismos y saber si la estación en la que nos hemos apeado del tren es realmente el lugar donde queríamos ir y nos satisface, o no es así y hay que ponerse en camino otra vez.
De pequeños aprendemos muchas cosas sin que nadie se ocupe de enseñárnoslas. Apenas adivinamos que una información puede tener algún valor intentamos aprovecharla de inmediato. Igualmente cuando nos hacemos mayores sólo aprendemos lo que nos interesa independientemente de lo que nos pretendan enseñar.
El interés por llamar la atención, por ser uno más y no quedarnos atrás despierta nuestra atención. De este deseo de no alejarnos de los demás y de crecer nace nuestra primera sabiduría.
Desear nos hace sabios. Buscando lo que queremos escuchamos, observamos, revolvemos, elegimos, probamos, insistimos... y aprendemos. La sabiduría no son ideas sino hallazgos sobre quiénes somos, qué tenemos que hacer, con quién queremos estar, qué vale la pena, y también alguna decepción. Aunque es imposible dar pasos adelante sin perseguir algún deseo.
Los deseos son el motor de nuestra vida. Es cierto que a veces pueden resultar problemáticos y causarnos dolor o alterarnos hasta el punto de reaccionar con violencia. Pero son también la fuerza que nos mueve a querer, a actuar solidariamente, a construir la paz...
El deseo nos empuja sin pedirnos permiso, no conocemos su origen y, más allá de cada objetivo concreto, no podemos adivinar su propósito final... Se parece mucho a lo que Jesús explica del Espíritu: notamos su fuerza pero no sabemos ni de dónde viene ni hacia dónde va.
Sea como sea esta energía persistente, que nos da fuerza más allá de nuestras fuerzas, es un regalo que se nos hace y que hay que saber acoger. Finalmente el deseo resulta decisivo para llegar a ser nosotros mismos y saber si la estación en la que nos hemos apeado del tren es realmente el lugar donde queríamos ir y nos satisface, o no es así y hay que ponerse en camino otra vez.