sábado, 11 de abril de 2015

Legañas y rasguños

De pequeños mi madre nos decía a veces: “Ven, ¿qué tienes ahí?” Se humedecía un dedo con la punta de la lengua y nos sacaba una legaña pegada al borde del ojo. En otras ocasiones la saliva servía para limpiar un rasguño en la piel.
Jesús cura a un ciego escupiendo y frotándole los ojos con saliva... No es un gesto muy sofisticado, pero tampoco es repulsivo, sobre todo si lo entendemos como una intervención maternal.
Todavía hay personas que consideran a Jesús como un simple transmisor de ideas. Pero es imposible comprender quién es sin fijarse en su sensibilidad, su compasión, su ternura, su proximidad maternal... Estos sentimientos que Jesús muestra a menudo, también el dolor o la alegría, comunican mucho más el amor de Dios que sus palabras.
Tampoco nuestra fe puede entenderse al margen de los sentimientos. Ni las nociones bien definidas de la teología, ni las normas morales o las infinitas aclaraciones de la liturgia pueden despertar la fe. Las mejores ideas no son más, ni menos, que buenos acompañantes de la experiencia de fe que nace del corazón.
Desgraciadamente hay una fijación racionalista en el cristianismo católico que se niega a reconocer el papel central de los sentimientos en la vida del creyente. Está claro que la fe no se puede reducir a una emoción momentánea. La cuestión es reconocer la importancia de los deseos y las aspiraciones humanas en los que se arraiga la fe y aceptar que la vida personal no se mueve por razones sino por profundos sentimientos y convicciones. Al final, negar o perseguir los sentimientos se convierte en una fuente de malestar y de desequilibrio personal.
En los evangelios vemos cómo Jesús se emociona y expresa su estado de ánimo sin avergonzarse: llora, da gracias, se desespera, duda... Y por eso mismo, porque sabe vivir cada situación y sabe gestionar sus emociones puede entender el mundo interior de los demás y acompañarles en su camino personal: “¿Qué queréis?” “¿Por qué lloráis?” “¿Qué discutíais?” "No temáis.” Jesús acoge a todo el mundo, se hace cercano, cómplice, entiende los problemas de la gente y las situaciones por las que pasan por que se acepta y se conoce a sí mismo... nada humano le queda lejos.
Los sentimientos y las emociones son la principal manifestación de por dónde va nuestra vida, de por dónde va nuestra fe. No sería posible cuidar de la vida, ni atender el día a día de nuestra fe, sin acoger y atender a nuestros estados de ánimo. Quien no se conoce, no se escucha, no sopesa el valor real de cada emoción, ni busca la forma de gestionar lo que siente insistiendo o rectificando... nunca sabrá dónde está, ni de dónde viene ni hacia dónde va. Tampoco podrá entender a los que tiene al lado ni captar pista alguna de lo que Dios le está diciendo. ¿Cómo podría pretender, entonces, sacar la paja del ojo de otro si él mismo está ciego?