martes, 15 de mayo de 2012

El espejo roto


En la calle había un espejo abandonado. Era una pieza grande: uno se podía ver en él de cuerpo entero. Pero alguien jugando lo ha roto y ahora está hecho pedazos. Hay fragmentos esparcidos por toda la acera. Cuando la luz del sol se refleja en ellos se pueden ver miles de pequeños soles. 
No es nada fácil hoy encontrar algún proyecto o alguna realidad que pueda ser imagen de Dios o del Reino. En otro tiempo la confianza en el progreso o el orden de la naturaleza eran pistas para descubrir el Absoluto y su mano guiando nuestra historia. Hoy desconfiamos del progreso y del orden de la naturaleza, no está claro hacia dónde vamos, y ni siquiera sabemos si vale la pena orientar nuestra vida en alguna dirección. Visto fríamente, todas las direcciones parecen buenas y cualquiera podría tener razón.
Nuestra vida, más bien, da saltos: disfrutamos de algunas experiencias que nos llenan en medio de un mar de sensaciones sin mucha conexión entre sí, pasamos de una cosa a la otra sin podernos detener y nos encontramos inmersos en los ambientes más variados.
Tampoco la Iglesia actual se puede presentar como una referencia clarificadora: fragmentada en mil voces que llaman simultáneamente a la creatividad arriesgada y a la fidelidad más estricta, a la revisión a fondo y a la obediencia ciega... Y en la que parece más fácil el diálogo con los no creyentes que entre sus propios miembros.
Se hace difícil señalar hacia Dios... Y es inútil sentir añoranza: nada volverá a ser como antes. Un espejo roto no se puede recomponer. Aunque cada trozo de espejo, por pequeño y deforme que sea, es capaz de reflejar el universo entero. Y podemos buscar a Dios en los fragmentos, con tanta fe al menos como se le buscó en las grandes ideas y en los grandes proyectos. También para decidirse a seguir a Jesús no es necesario entender todo el Evangelio, basta con responder a una palabra que nos haya interpelado.