En la calle había un espejo abandonado. Era una pieza grande: uno se podía
ver en él de cuerpo entero. Pero alguien jugando lo ha roto y ahora está hecho pedazos.
Hay fragmentos esparcidos por toda la acera. Cuando la luz del sol se refleja en
ellos se pueden ver miles de pequeños soles.
No es nada fácil hoy encontrar algún proyecto o alguna realidad que pueda
ser imagen de Dios o del Reino. En otro tiempo la confianza en el progreso o el
orden de la naturaleza eran pistas para descubrir el Absoluto y su mano guiando
nuestra historia. Hoy desconfiamos del progreso y del orden de la naturaleza,
no está claro hacia dónde vamos, y ni siquiera sabemos si vale la pena orientar
nuestra vida en alguna dirección. Visto fríamente, todas las direcciones
parecen buenas y cualquiera podría tener razón.
Nuestra vida, más bien, da saltos: disfrutamos de algunas experiencias que
nos llenan en medio de un mar de sensaciones sin mucha conexión entre sí,
pasamos de una cosa a la otra sin podernos detener y nos encontramos inmersos
en los ambientes más variados.
Tampoco la Iglesia actual se puede presentar como una referencia
clarificadora: fragmentada en mil voces que llaman simultáneamente a la
creatividad arriesgada y a la fidelidad más estricta, a la revisión a fondo y a
la obediencia ciega... Y en la que parece más fácil el diálogo con los no
creyentes que entre sus propios miembros.
Se hace difícil señalar hacia Dios... Y es inútil sentir añoranza: nada
volverá a ser como antes. Un espejo roto no se puede recomponer. Aunque cada trozo
de espejo, por pequeño y deforme que sea, es capaz de reflejar el universo
entero. Y podemos buscar a Dios en los fragmentos, con tanta fe al menos como
se le buscó en las grandes ideas y en los grandes proyectos. También para decidirse
a seguir a Jesús no es necesario entender todo el Evangelio, basta con
responder a una palabra que nos haya interpelado.