Durante las vacaciones de Navidad siempre pasaba algunos días en casa de mis abuelos en Vilafranca. Me quedaba en el pequeño almacén que tenían junto al patio y construía cualquier cosa con maderas y clavos viejos. Era un rincón tranquilo y silencioso. Allí oí por primera vez el ruido de las carcomas cuando taladran la madera. No fue fácil, tardé varios días en identificar quien hacía ese rac, rac, rac...
Los sonidos se esconden unos detrás de otros, los más fuertes se imponen y los más débiles, quizá existan, pero no se oyen. Sólo en silencio podemos descubrir los sonidos más ligeros e identificarlos.
Un conocimiento profundo de uno mismo pasa también necesariamente por el silencio. Primero uno se aparta del ruido que le rodea, después, descubre el ruido que lo llena por dentro y tiene que desactivar este segundo foco de distorsión si quiere captar los pequeños movimientos que se producen en su interior: deseos, ideas, dudas que apenas apuntan i que les inquietudes del día a día ocultan.
Nos pasa lo mismo cuando queremos saber en qué mundo vivimos. Si tomamos distancia de las palabras de moda y del alboroto que las acompaña, podemos empezar a pensar por nosotros mismos y darnos cuenta de qué vale la pena admirar y qué no funciona en nuestra sociedad. En este entorno de calma y silencio podemos oír las voces casi imperceptibles de quienes viven al margen, voces que piden con toda justicia mucho más de lo que sabemos dar. También podemos descubrir a las personas que trabajan sin hacer ruido para darles respuesta.
El silencio resulta siempre revelador, no tanto porque nos diga nada sino porque crea un ambiente adecuado para oír todo aquello que habitualmente no percibimos: quejas, esperanzas, interrogantes, aciertos... El silencio nos pone en situación de escucha, nos despierta la atención y nos invita a reaccionar. El silencio está vivo, hace audibles muchos sonidos, esconde una fuerza increíble.
Aunque a menudo se habla de que Dios ha dicho eso o Dios ha dicho aquello, no es una expresión suficientemente clara: la principal elocuencia de Dios se halla en su silencio. Dios escucha, Dios no tapa con ruidos lo que podría resultarnos molesto al oído, Dios no sustituye nuestra responsabilidad por órdenes directas, Dios espera y confía. Su silencio nos llama a escuchar con atención: las voces más débiles, los sonidos más escondidos, los rumores más sutiles...
Con la estrategia del silencio Dios se sitúa muy cerca de aquellos que habitualmente no se hacen oír, los pequeños, los débiles, los olvidados... más aún se sitúa como el último de todos, el más sutil e imperceptible. No es nada extraño pues que salga a nuestro encuentro como un recién nacido débil y desvalido y que la fragilidad y la máxima sencillez sean los caminos que nos llevan hacia Él más que la fuerza y el ruido.
Los sonidos se esconden unos detrás de otros, los más fuertes se imponen y los más débiles, quizá existan, pero no se oyen. Sólo en silencio podemos descubrir los sonidos más ligeros e identificarlos.
Un conocimiento profundo de uno mismo pasa también necesariamente por el silencio. Primero uno se aparta del ruido que le rodea, después, descubre el ruido que lo llena por dentro y tiene que desactivar este segundo foco de distorsión si quiere captar los pequeños movimientos que se producen en su interior: deseos, ideas, dudas que apenas apuntan i que les inquietudes del día a día ocultan.
Nos pasa lo mismo cuando queremos saber en qué mundo vivimos. Si tomamos distancia de las palabras de moda y del alboroto que las acompaña, podemos empezar a pensar por nosotros mismos y darnos cuenta de qué vale la pena admirar y qué no funciona en nuestra sociedad. En este entorno de calma y silencio podemos oír las voces casi imperceptibles de quienes viven al margen, voces que piden con toda justicia mucho más de lo que sabemos dar. También podemos descubrir a las personas que trabajan sin hacer ruido para darles respuesta.
El silencio resulta siempre revelador, no tanto porque nos diga nada sino porque crea un ambiente adecuado para oír todo aquello que habitualmente no percibimos: quejas, esperanzas, interrogantes, aciertos... El silencio nos pone en situación de escucha, nos despierta la atención y nos invita a reaccionar. El silencio está vivo, hace audibles muchos sonidos, esconde una fuerza increíble.
Aunque a menudo se habla de que Dios ha dicho eso o Dios ha dicho aquello, no es una expresión suficientemente clara: la principal elocuencia de Dios se halla en su silencio. Dios escucha, Dios no tapa con ruidos lo que podría resultarnos molesto al oído, Dios no sustituye nuestra responsabilidad por órdenes directas, Dios espera y confía. Su silencio nos llama a escuchar con atención: las voces más débiles, los sonidos más escondidos, los rumores más sutiles...
Con la estrategia del silencio Dios se sitúa muy cerca de aquellos que habitualmente no se hacen oír, los pequeños, los débiles, los olvidados... más aún se sitúa como el último de todos, el más sutil e imperceptible. No es nada extraño pues que salga a nuestro encuentro como un recién nacido débil y desvalido y que la fragilidad y la máxima sencillez sean los caminos que nos llevan hacia Él más que la fuerza y el ruido.