La nieve recién caída tiene un tacto muy especial. Aunque es fría y, si juegas el rato suficiente, las manos se te vuelven insensibles, es esponjosa y ligera como el plumón, casi cálida.
Pero este estado dura muy poco. La nieve nueva se encuentra en un punto de equilibrio muy delicado: los minúsculos cristales de hielo que la forman se funden rápidamente cuando sube la temperatura o poco a poco se van endureciendo si el frío persiste. Resulta una experiencia tan singular que al cabo del tiempo incluso puedes dudar de si esa sensación agradable era real o sólo fue una ilusión.
La experiencia de Dios, es rara y efímera como el tacto cálido de los copos de nieve. Y puede ocurrir que su recuerdo se nos desdibuje: fácilmente se puede menospreciar y considerar que no fue más que un engaño momentáneo, fácilmente uno puede sobrevalorarla y pretender que esta experiencia lo justifique todo.
La experiencia religiosa es de una fragilidad extrema y escapa a lo que podemos decir con palabras pero no es una nada. Es un grito silencioso, la luz de una estrella remota, una pista que nos invita a decantarnos hacia una dirección concreta, una propuesta que espera nuestra respuesta. Depende de nosotros. Podemos pasar de largo sin fijarnos en ella, podemos darle credibilidad y poco a poco descubrir si nos lleva a algún lugar nuevo o interesante. Una pista o un indicio no lo dice todo de entrada y hay que continuar haciendo camino y buscando.
La fe no alcanza la madurez sin aceptar el valor limitado de las pistas que sigue: aceptando sus límites se convierten en un recurso imprescindible para guiar el propio camino. En cambio olvidar que se trata de una experiencia limitada y considerar esta experiencia como una respuesta ya completa y definitiva sobre nosotros o sobre Dios puede llevar a comportamientos fanáticos que nos impiden ver nada más.
En este sentido las mejores expresiones de la experiencia auténtica de Dios suelen ser desconcertantes y paradójicas, como la calidez de la nieve. Se llega a conclusiones como éstas: que lo que has vivido de forma casual es a la vez un mensaje de Dios; que no te puedes quedar parado porque todo depende de ti, sin dejar de esperarlo todo de Dios; que debes confiar en ti mismo aunque seas el único que ve una determinada cosa y al mismo tiempo aceptar que los demás también tienen razón; que ya has encontrado a Dios y que por eso sigues luchando para encontrarlo...
Más allá de lo que es fácil de definir y encajar en nuestros conceptos hay situaciones que nos desbordan y que nos abren a una perspectiva totalmente nueva, que, si nos dejamos llevar, nos llenan de sorpresa y de alegría -como un niño que toca por primera vez la nieve recién caída- y nos ayudan a crecer y avanzar.
Pero este estado dura muy poco. La nieve nueva se encuentra en un punto de equilibrio muy delicado: los minúsculos cristales de hielo que la forman se funden rápidamente cuando sube la temperatura o poco a poco se van endureciendo si el frío persiste. Resulta una experiencia tan singular que al cabo del tiempo incluso puedes dudar de si esa sensación agradable era real o sólo fue una ilusión.
La experiencia de Dios, es rara y efímera como el tacto cálido de los copos de nieve. Y puede ocurrir que su recuerdo se nos desdibuje: fácilmente se puede menospreciar y considerar que no fue más que un engaño momentáneo, fácilmente uno puede sobrevalorarla y pretender que esta experiencia lo justifique todo.
La experiencia religiosa es de una fragilidad extrema y escapa a lo que podemos decir con palabras pero no es una nada. Es un grito silencioso, la luz de una estrella remota, una pista que nos invita a decantarnos hacia una dirección concreta, una propuesta que espera nuestra respuesta. Depende de nosotros. Podemos pasar de largo sin fijarnos en ella, podemos darle credibilidad y poco a poco descubrir si nos lleva a algún lugar nuevo o interesante. Una pista o un indicio no lo dice todo de entrada y hay que continuar haciendo camino y buscando.
La fe no alcanza la madurez sin aceptar el valor limitado de las pistas que sigue: aceptando sus límites se convierten en un recurso imprescindible para guiar el propio camino. En cambio olvidar que se trata de una experiencia limitada y considerar esta experiencia como una respuesta ya completa y definitiva sobre nosotros o sobre Dios puede llevar a comportamientos fanáticos que nos impiden ver nada más.
En este sentido las mejores expresiones de la experiencia auténtica de Dios suelen ser desconcertantes y paradójicas, como la calidez de la nieve. Se llega a conclusiones como éstas: que lo que has vivido de forma casual es a la vez un mensaje de Dios; que no te puedes quedar parado porque todo depende de ti, sin dejar de esperarlo todo de Dios; que debes confiar en ti mismo aunque seas el único que ve una determinada cosa y al mismo tiempo aceptar que los demás también tienen razón; que ya has encontrado a Dios y que por eso sigues luchando para encontrarlo...
Más allá de lo que es fácil de definir y encajar en nuestros conceptos hay situaciones que nos desbordan y que nos abren a una perspectiva totalmente nueva, que, si nos dejamos llevar, nos llenan de sorpresa y de alegría -como un niño que toca por primera vez la nieve recién caída- y nos ayudan a crecer y avanzar.