domingo, 20 de enero de 2013

Música en el cuerpo

A menudo oigo dentro de mi cabeza una melodia que se repite. Bueno, no siempre es la misma, va a temporadas. De forma involuntaria cuando voy por la calle o cuando estoy sin hacer nada la musiquita vuelve, insiste durante un rato y luego desaparece. Algunas veces me molesta, otras veces me sumo a su canción.
Parece claro que la música viene de fuera y que dentro de mí sólo está su eco. Pero también podría ser que las personas tuviéramos música dentro y que por ello la que viene de fuera encuentra fácilmente el modo de mantenerse viva en nosotros.
Donde hay vida, hay música: los latidos de nuestro corazón o nuestra respiración son sonoros, se hacen oir en todo el cuerpo, marcan o siguen el ritmo con el que vivimos nuestras experiencias, su intensidad evoluciona según nuestro estado de ánimo y, además, toman mil sonoridades diferentes en nuestros encuentros con los demás. Órganos, experiencias, estados de ánimo, ideas... interpretan todos a la vez una composición musical -nuestra historia-como si fueran los miembros de una orquesta.
Nuestro cuerpo, nuestros movimientos y procesos vitales son un instrumento musical. Pero un instrumento que está íntimamente conectado a cada uno de nosotros. Lo que le pueda pasar a un violín o a un tambor me puede entristecer pero no lo vivo en mi carne, y si una flauta recibe un golpe al flautista no le duele en cambio si yo fuerzo la voz al gritar me duele la garganta.
Una de las características del cristianismo es entender el cuerpo como un auxiliar casi externo a la persona: todo está en la razón o en la voluntad. Pero el evangelio no lo plantea así: la vida es corporal, los gestos valen tanto como las palabras y las ideas, al final Jesús ofrece su cuerpo y es él con un cuerpo renovado que resucita ...
Su realidad corporal no lo es todo pero sí una dimensión fundamental. No es una simple herramienta externa. Igualmente yo soy mi cuerpo –y algo más- y dándolo me doy, exponiéndolo me expongo... Jesús no luchó contra el cuerpo sino que lo puso al servicio de los demás: tocó a los enfermos, tendió la mano a los que no podían caminar y partió el pan con los pobres. Tampoco rechazó los deseos del cuerpo, sino que se concentro en los deseos de paz y de solidaridad, de amor y de respeto.
También Jesús insiste en que nuestro cuerpo, o nuestra corporalidad, es un templo. En aquel tiempo había gente convencida de que la religión requería construir grandes edificios. Pero digamos-lo una vez más: Jesús no habla de un templo desconectado de mí, independiente de mi vida, sino de la posibilidad de ser yo mismo espacio de acogida y de oración.
Cada uno, con su corporalidad, es expresión de la presencia del Espíritu. Dios no está fuera, como la música, ante todo está dentro de nosotros y nuestra corporalidad es el santuario donde hace oír su voz.