lunes, 22 de abril de 2013

Zarpar

Hace tiempo pude observar en el puerto de Barcelona como zarpaba un ferry. Hacía ya bastante rato que sus motores estaban en marcha y un espeso humo salía de sus chimeneas. Aflojaron las amarras y las hélices empezaron a remover el agua con fuerza. Al principio su trabajo parecía inútil, fue tras insistir durante unos largos segundos que el barco empezó a moverse.
Es difícil decir en qué momento exacto zarpó el barco pues cuando empezó a desplazarse ya hacía un buen rato que muchas cosas estaban en movimiento. También las acciones que emprendemos nosotros empiezan a decidirse mucho antes del momento en que pensamos en ellas. Son el resultado de un proceso que sólo descubrimos cuando da lugar a las primeras consecuencias pero que ya hace tiempo que estaba en marcha.
Nuestra vida es un haz de procesos de crecimiento y ampliación, de búsqueda, de acercamiento e integración, así como de repetición, de fuga, de defensa o de repliegue que afectan a nuestro organismo, nuestros deseos e ideas, nuestra red de relaciones, nuestras acciones...
Son procesos que se producen tanto si pensamos en ellos como si no. De hecho podemos no saber dónde estaremos dentro de un año, ni siquiera dentro de una hora, podemos no saber ni cómo ni cuándo se inició un cierto cambio en nosotros... pero sabemos -o deberíamos saber- que estamos en marcha, que nos estamos moviendo y que todo lo que pasa con nuestra vida sucede porque nos encontramos en una dinámica de renovación constante.
Si prestamos atención, poco a poco podremos descubrir qué movimientos están en marcha ahora, adivinar cuál es el proceso que nos ha llevado a una determinada decisión y también prestar atención a este proceso antes de que nos lleve a tomar nuevas decisiones. En el cuidado y la atención que prestamos a los procesos es donde las personas ejercemos la libertad de elección. Podemos elegir con qué estamos de acuerdo y con qué no, y tomar la iniciativa en las decisiones que vendrán. De hecho si nos propusiéramos hacer algo que no estuviera arraigado en ninguno de estos procesos, no llegaríamos nunca a hacerlo realidad.
No importa cómo empezó un enamoramiento, o el interés por algún tema, o la mala leche que nos pueda dominar actualmente... Lo que podemos decidir, porque sí depende de nosotros, es si queremos mantenerlos y cómo hacerlo.
Cuando estamos atentos podemos ver que no todos los procesos son iguales y que debemos escoger. Necesitamos descubrir de todo aquello que la vida nos está proponiendo qué vale la pena realmente, descubrir entre muchas voces cuál es la voz de Dios. No somos responsables de todo lo que aparece en nuestra vida, sí somos responsables de elegir en qué aventura nos embarcamos.

lunes, 15 de abril de 2013

El cañón de luz

En la escuela donde trabajo cuando los alumnos organizan algún espectáculo siempre hay un equipo que se ocupa del cañón de luz. Con la sala a oscuras este foco proyecta un chorro de luz sobre los presentadores o acompaña por el escenario alguna actuación individual. Es una lámpara muy potente y si, por alguna circunstancia, te va directamente a los ojos quedas completamente deslumbrado.
La conciencia es luz, como un foco ilumina qué pasa en nuestra vida y hace que nos demos cuenta de todo. Gracias a ella podemos saber dónde estamos y hacia dónde vamos. Registra los datos que estamos recibiendo de nuestro entorno y percibe que está pasando dentro de nosotros mismos. Más aún, pregunta, compara, distingue y presiona para sacar la verdad a la luz.
Por ello, puede ayudarnos a tomar decisiones mostrándonos las opciones que tenemos, aportando pros y contras, teniendo en cuenta todo lo que hemos aprendido y todo lo que pueda pasar. De todo hace la evaluación y nos descubre qué es realmente mejor. Aunque ella propiamente no decide. Una vez todo se ha investigado está todo listo para que el corazón tome una decisión. Tener una idea clara de qué hacer no es lo mismo que querer hacerlo. Es, pues, finalmente el corazón, el sentimiento de que algo vale la pena, quien decide.
La actividad de la conciencia pero también puede deslumbrarnos. Cuando su capacidad de inquirir y de poner bajo sospecha pierde el freno, presiona sin motivo a la persona y cuestiona todo lo que hace o piensa. En esta situación uno está pendiente de quedar bien con las exigencias de la conciencia, deja de tener una visión equilibrada de la realidad y de sí mismo, y es más vulnerable al desánimo. El miedo a hacer nada malo, las dudas sobre cualquier sentimiento o deseo se van imponiendo imperceptiblemente y le paralizan.
Una conciencia adulta debe saber identificar también cuáles son sus limitaciones y guardar silencio o bajar la intensidad de luz cuando la situación lo requiere. Para poder captar los detalles más profundos y serios de la persona, ya hable un mismo ya sea otro el que habla, la conciencia debe renunciar, de entrada, a intervenir: ni criticar, ni evaluar, ni cuestionar... Y en cambio necesita escuchar y acoger con toda confianza.
La actitud que sirve para gestionar datos, hechos e ideas... no es adecuada para captar qué se mueve en el mundo personal, de los sentimientos y de las experiencias vividas. Aquí es se hace necesaria una actitud contemplativa, despierta y atenta pero extremadamente discreta. Las palabras que nacen del corazón sólo se pueden pronunciar bajo una luz tenue y en tono de confidencia.

miércoles, 3 de abril de 2013

El perro guía

Ayer en el autobús viajaba un perro guía. El animal estaba tumbado tranquilamente a los pies de su dueña y no se apartó de ella en ningún momento: ni cuando un pasajero tropezó con su cola, ni cuando un niño intentó ofrecerle un pedazo de su merienda que el perro se quedó mirando. Sólo se movió cuando su propietaria se puso en pié y él la acompañó hasta la puerta.
Los perros lazarillo no van donde ellos desean sino allí donde la persona ciega que guían quiere ir. La fe funciona también así: hace posible que la persona encuentre lo que busca, aunque sin la voluntad de búsqueda de la persona la fe no tendría ninguna utilidad.
La fe no inventa nada, lo descubre. La fe es una forma concreta de mirar, de leer, de interpretar lo mismo que todo el mundo ve y oye. Con la fe se descubren detalles, rastros o pistas que no se perciben a simple vista, al igual que el oído o el olfato de los perros perciben datos de nuestro mundo que a nosotros se nos escapan.
La fe nos abre los ojos a una nueva perspectiva sobre la realidad, a una percepción abierta de los acontecimientos. Muchas veces en los evangelios los discípulos de Jesús son comparados con los ciegos. Son incapaces de ver más allá de lo que siempre se ha dicho o de lo que todo el mundo da por sabido. La mirada de Jesús ensancha el horizonte: la persona es más importante que los ritos, los marginados pueden superar su situación, Dios es Padre también de los extranjeros... Una mirada atenta, como la de Jesús, descubre nuevas posibilidades allí donde muchos sólo perciben limitaciones.
La fe es un regalo, como tener una buena forma física o habilidad para resolver problemas matemáticos. Pero también es resultado de un trabajo de entrenamiento. La sensibilidad que da la fe no se despierta fácilmente y es necesario un aprendizaje. Jesús, por ejemplo, siguió de joven a Juan Bautista. Pero, pasado el tiempo de formación, uno mismo debe abrir los ojos y actuar de acuerdo con lo que ve.
La fe es mirar siempre más allá y darse cuenta de que es insuficiente todo lo que ya se sabe o se tiene o se está haciendo. Y, por ello, tener fe es luchar constantemente para dejar un espacio abierto a lo que podría llegar a ser aunque aún no se vea claramente: acoger las sorpresas, aceptar los retos, redescubrir caminos ya hechos, esperar sin desfallecer, poner confianza... y avanzar a pesar de la propia ceguera y las dudas que siempre nos provocará.