En la escuela donde trabajo cuando los alumnos
organizan algún espectáculo siempre hay un equipo que se ocupa del cañón
de luz. Con la sala a oscuras este foco proyecta un chorro de luz sobre
los presentadores o acompaña por el escenario alguna actuación
individual. Es una lámpara muy potente y si, por alguna circunstancia,
te va directamente a los ojos quedas completamente deslumbrado.
La conciencia es luz, como un foco ilumina qué pasa en nuestra vida y hace que nos demos cuenta de todo. Gracias a ella podemos saber dónde estamos y hacia dónde vamos. Registra los datos que estamos recibiendo de nuestro entorno y percibe que está pasando dentro de nosotros mismos. Más aún, pregunta, compara, distingue y presiona para sacar la verdad a la luz.
Por ello, puede ayudarnos a tomar decisiones mostrándonos las opciones que tenemos, aportando pros y contras, teniendo en cuenta todo lo que hemos aprendido y todo lo que pueda pasar. De todo hace la evaluación y nos descubre qué es realmente mejor. Aunque ella propiamente no decide. Una vez todo se ha investigado está todo listo para que el corazón tome una decisión. Tener una idea clara de qué hacer no es lo mismo que querer hacerlo. Es, pues, finalmente el corazón, el sentimiento de que algo vale la pena, quien decide.
La actividad de la conciencia pero también puede deslumbrarnos. Cuando su capacidad de inquirir y de poner bajo sospecha pierde el freno, presiona sin motivo a la persona y cuestiona todo lo que hace o piensa. En esta situación uno está pendiente de quedar bien con las exigencias de la conciencia, deja de tener una visión equilibrada de la realidad y de sí mismo, y es más vulnerable al desánimo. El miedo a hacer nada malo, las dudas sobre cualquier sentimiento o deseo se van imponiendo imperceptiblemente y le paralizan.
Una conciencia adulta debe saber identificar también cuáles son sus limitaciones y guardar silencio o bajar la intensidad de luz cuando la situación lo requiere. Para poder captar los detalles más profundos y serios de la persona, ya hable un mismo ya sea otro el que habla, la conciencia debe renunciar, de entrada, a intervenir: ni criticar, ni evaluar, ni cuestionar... Y en cambio necesita escuchar y acoger con toda confianza.
La actitud que sirve para gestionar datos, hechos e ideas... no es adecuada para captar qué se mueve en el mundo personal, de los sentimientos y de las experiencias vividas. Aquí es se hace necesaria una actitud contemplativa, despierta y atenta pero extremadamente discreta. Las palabras que nacen del corazón sólo se pueden pronunciar bajo una luz tenue y en tono de confidencia.
La conciencia es luz, como un foco ilumina qué pasa en nuestra vida y hace que nos demos cuenta de todo. Gracias a ella podemos saber dónde estamos y hacia dónde vamos. Registra los datos que estamos recibiendo de nuestro entorno y percibe que está pasando dentro de nosotros mismos. Más aún, pregunta, compara, distingue y presiona para sacar la verdad a la luz.
Por ello, puede ayudarnos a tomar decisiones mostrándonos las opciones que tenemos, aportando pros y contras, teniendo en cuenta todo lo que hemos aprendido y todo lo que pueda pasar. De todo hace la evaluación y nos descubre qué es realmente mejor. Aunque ella propiamente no decide. Una vez todo se ha investigado está todo listo para que el corazón tome una decisión. Tener una idea clara de qué hacer no es lo mismo que querer hacerlo. Es, pues, finalmente el corazón, el sentimiento de que algo vale la pena, quien decide.
La actividad de la conciencia pero también puede deslumbrarnos. Cuando su capacidad de inquirir y de poner bajo sospecha pierde el freno, presiona sin motivo a la persona y cuestiona todo lo que hace o piensa. En esta situación uno está pendiente de quedar bien con las exigencias de la conciencia, deja de tener una visión equilibrada de la realidad y de sí mismo, y es más vulnerable al desánimo. El miedo a hacer nada malo, las dudas sobre cualquier sentimiento o deseo se van imponiendo imperceptiblemente y le paralizan.
Una conciencia adulta debe saber identificar también cuáles son sus limitaciones y guardar silencio o bajar la intensidad de luz cuando la situación lo requiere. Para poder captar los detalles más profundos y serios de la persona, ya hable un mismo ya sea otro el que habla, la conciencia debe renunciar, de entrada, a intervenir: ni criticar, ni evaluar, ni cuestionar... Y en cambio necesita escuchar y acoger con toda confianza.
La actitud que sirve para gestionar datos, hechos e ideas... no es adecuada para captar qué se mueve en el mundo personal, de los sentimientos y de las experiencias vividas. Aquí es se hace necesaria una actitud contemplativa, despierta y atenta pero extremadamente discreta. Las palabras que nacen del corazón sólo se pueden pronunciar bajo una luz tenue y en tono de confidencia.