viernes, 31 de mayo de 2013

Anillos de crecimiento

Paseando en bicicleta por la carretera de la Vallençana vi que habían cortado algunos pinos. Los troncos ya no estaban y sólo quedaban los tocones de los árboles. Se podían distinguir de forma clara los anillos de crecimiento: en el centro el primer año de vida y, después, el segundo, el tercero... abrazando a los anteriores.
Las personas crecemos como los árboles: nuestras experiencias no quedan guardadas en cajones separadas unas de otras sino que las nuevas rodean y se apropian de todas las anteriores. Las alegrías o las penas del pasado reciente tiñen nuestro estado de ánimo actual, y también las personas que hemos conocido y las experiencias vividas, todo lo que hemos aprendido y amado, incluso lo que hemos olvidado, permanece vivo en nuestro presente.
A veces, pero, hay situaciones o experiencias (un fracaso, el dolor, nuestros miedos, dificultades...) que nos encierran en un círculo del que parece imposible huir, como si el pasado se hubiera apropiado del presente.
Luchar contra el pasado no suele servir de nada, los hechos no se pueden cambiar. Pero sí que pueden adquirir nuevos significados. Una mala, experiencia sin dejar de serlo, admite más de una reacción por nuestra parte.
No se trata de intentar olvidarlo, ni de darle más protagonismo, tampoco de querernos justificar, más bien de hacerle sitio... sabiendo que forma y formará parte de nuestra historia. Es la dificultad de aceptar las experiencias i el quererlas cambiar, aquello que nos impide vivir experiencias nuevas. En cambio, aceptar el propio pasado es asumir los problemas pero, a su vez, también darnos la oportunidad de aprovechar lo que hemos aprendido y abrir-nos a nuevas perspectivas.
El evangelio nos presenta muy a menudo a Jesús acompañando personas en este proceso. No niega, ni huye, ni esconde, ni endulza la realidad, tampoco la exagera: hay marginados, leprosos, gente que llora, pecadores... Jesús no propone explicaciones, acoge, escucha, atiende, toca. Tampoco los pecados o faltas cometidas no son motivo para grandes discursos o reflexiones, sin alzar la voz o en silencio, simplemente se aceptan.
En la religión de Jesús lo más importante no es la condena, tampoco se trata de una euforia mística que olvida las propias limitaciones o los fracasos. Los problemas y las limitaciones están ahí y se aceptan, pero se trata de una aceptación esperanzada: ninguna situación se da definitivamente por cerrada.
Jesús abraza las situaciones más oscuras con su esperanza contagiosa. A fin de cuentas, tocar el cielo no es huir de la realidad, basta con llegar a salir del pequeño círculo asfixiante en el que nos hemos ido acomodando y volver a andar... también los nuevos anillos del pino empiezan abrazando a los anteriores para, después, crecer y superarlos.

sábado, 18 de mayo de 2013

El grifo

En casa el grifo de la cocina pierde agua. El tubo de salida no queda bien ajustado y la presión del agua hace que se salga por los lados. Este modelo ya no se fabrica y no se encuentran piezas de repuesto, habrá que buscar alguna solución.
Durante siglos parece que sólo se ha tenido confianza en un único canal para decidir qué hacer dentro de la comunidad cristiana. Todo debía circular por un único conducto: el clero. No resulta difícil ver que la vida de la comunidad es mucho más rica y variada y que, por suerte, de las personas más diversas nacen también iniciativas valiosas.
Esta visión restrictiva y, aún hoy, dominante sobre quién es autoridad en la Iglesia es la causa, entre otras, del alejamiento de muchos creyentes.
Al principio la autoridad estuvo relacionada con el hecho de haber conocido a Jesús: los que habían convivido con él se convirtieron en las personas de referencia dentro de las primeras comunidades. Igualmente más adelante aquellas personas que la comunidad sentía que habían retomado fielmente la experiencia de Jesús -por su radicalidad, por su testimonio hasta la muerte- se convirtieron también en un modelo a seguir.
La autoridad no es una posición o un cargo, es la capacidad de abrir caminos hasta Jesús y seguirle. La autoridad está unida a la sabiduría para encontrar cómo hacer presente aquí y ahora la voz y el gesto de Jesús. Y si la comunidad no vive pendiente de las necesidades de las personas, de actualizar la presencia de Jesús, la comunidad no vive.
Por eso, cuando se trata de decidir qué hacer, todas las voces dentro de la comunidad son, al menos potencialmente, la voz de Jesús y deben poder ser escuchadas. De hecho nadie por sí mismo no puede llegar a abarcar en toda su dimensión la riqueza de Jesús. El valor universal de la persona de Jesús radica en esto: que a pesar de ser el mismo siempre, en nuevos contextos y nuevas situaciones es capaz de despertar nuevas respuestas. En los grupos, en las comunidades y en general en la Iglesia ninguna voz única llega a representar de forma suficiente Jesús.
No se trata de plantear que el sacerdocio no sea la voz de Dios, sino que todos los demás miembros de la comunidad, presten el servicio que presten, también son igualmente voces autorizadas. No se entendería que hubiera servidores de primera y servidores de segunda. En todo caso hay quien sirve a la comunidad y quien sólo se sirve a él mismo. La autoridad, como ya se ha dicho, es la capacidad de aportar no la de retener y ser depósito, presa, tapón o grifo. Ningún otro signo nos permite finalmente discernir la auténtica autoridad de la falsa.

domingo, 5 de mayo de 2013

La habitación vacía

Este fin de semana hemos sacado los muebles de la habitación de Juan para pintar las paredes. La habitación vacía produce una sensación extraña: la voz resuena y parece más espaciosa. Pero una vez terminado el trabajo, con todos los muebles otra vez en su sitio, observando todo lo que ha cabido y el espacio que queda libre, todavía se ve más grande.
La auténtica dimensión de un espacio se descubre cuando intentamos llenarlo. La inmensidad del cielo se hace más evidente cuando está ocupado por grandes nubarrones o cuando en una noche clara lo descubrimos poblado de estrellas. También la inmensidad de Dios es una inmensidad llena.
No es suficiente para entender algo de Dios insistir en que Él está más allá de todo, que no se puede identificar con ninguna realidad concreta y que todo lo que podemos decir de Él es más inexacto que no acertado... Todo esto es importante pero no lo es todo.
Sí que de vez en cuando conviene vaciar el concepto que tenemos de Dios para evitar que se llene de falsas seguridades, pero Dios es también presencia y proximidad. Y antes de decir Dios no está aquí, hay que empezar por decir Dios puede estar aquí y aquí y aquí y aquí... Primero hay que acoger y confiar, la crítica -imprescindible- vendrá después.
Sentimientos, gestos, canciones, modas, lugares, tradiciones, errores... todo puede ser camino para encontrar a Dios. A través de la naturaleza, de hechos y de situaciones, pero sobre todo a través de personas y grupos, podemos descubrir su presencia.
Dios está infinitamente lejos, ninguna experiencia ni ningún concepto puede abarcarlo, es como el horizonte que siempre huye cuando nos acercamos a él. Pero al mismo tiempo este horizonte forma parte de nuestro paisaje cotidiano, está presente en toda nuestra vida y levantando la mirada hacia el horizonte nos ponemos en camino. El horizonte es lejano y presente al mismo tiempo, es ahora y aquí deseo de ensanchamiento y de crecimiento, es llamada a salir de las cuatro paredes con que querríamos protegernos. Dios interviene ampliando nuestras perspectivas, ensanchando nuestro mundo, renovando nuestra mirada.
El horizonte es un abrazo inmenso que lo suma, lo reúne, lo abarca todo: personas, animales, plantas y objetos sin dejar nada fuera. Desde la perspectiva de Dios todo cabe, creer en Él es mirar cada cosa y cada persona pensando también cabe.
Dios es una inmensidad llena, una grandeza capaz de integrarlo todo. Creer en Él es no tener miedo a integrar, a sumar, a acoger... que nada ni nadie estropee nuestra capacidad de abrazar.