Hoy el viento sopla con fuerza. Sopla tan fuerte que cuando
han tocado las diez en el campanario alguna campanada casi no se oía. No
sería de extrañar que mañana aparecieran en los medios de comunicación
imágenes de árboles tumbados en el suelo arrancados de cuajo. Los
árboles caídos, a veces son muy grandes, llaman la atención por el
tamaño de sus raíces pero más aún por el hecho de que no han sido
suficientes para mantenerlos en pié.
No siempre se pueden precisar las causas, aparte del vendaval, de la caída de estos árboles: quizás la madera estaba enferma, quizás tenían una gran red de raíces pero demasiado superficiales... Las raíces son cuestión de educación: tener una gran extensión de conocimientos no garantiza que la persona se pueda mantener en pié cuando hace mal tiempo.
No se trata de querer profundizar en todo. Basta con tener alguna idea contrastada sobre quiénes somos y qué queremos. Ante la gran cantidad de información y de estímulos que recibimos cada día la cuestión principal es saber valorar y elegir.
¿Pero cómo darse cuenta de que no todos los datos son igual de relevantes? Con buenas ideas no basta: uno mismo debe descubrir por experiencia que puede orientarse en esta selva de datos. La persona debe aprender a escucharse a sí misma y arriesgarse a elegir, debe tener margen para probar y equivocarse, si es necesario, y aún darse tiempo para hacerse cargo de qué le va respondiendo el mundo que le rodea.
Si alguna persona se acerca a la comunidad eclesial, se encontrará con una situación muy similar: una sabiduría milenaria enorme de la que no parece nada fácil indicar qué puede tener de interesante.
La respuesta más habitual cuando se trata de identificar el núcleo de la fe cristiana es establecer una lista de contenidos prioritarios, presentarlos de la mejor forma posible matizando algunos detalles técnicos, insistir en aclarar y precisar el sentido de las celebraciones más importantes y dar algunas indicaciones prácticas para aterrizar la fe en la vida de cada día. Pero todo esto esconde lo que de verdad mantiene viva la fe.
La fe se enraíza en una experiencia de encuentro cara a cara con Jesús: puede ser un texto, puede ser una persona, puede ser un hecho... lo que nos pone ante él y nos descubre una nueva profundidad en nosotros y en los que viven a nuestro lado.
Si la comunidad cristiana no fuera capaz de crear, animar y cuidar de espacios de experiencia, de búsqueda, de profundización, de contraste, de descubrimiento personal de Jesús... sus explicaciones y aclaraciones quedarían sin valor y sus celebraciones o sus proyectos no aportarían ninguna novedad.
Forzosamente dar prioridad a la experiencia personal hace menos compacta la unidad ideológica de la comunidad pero la cohesión eclesial no depende de la uniformidad de ideas sino del vínculo que nace entre los que viven la fe arraigados en Jesús. Sin llegar a este nivel del subsuelo cristiano no hay árbol que aguante en este bosque cuando hace mal tiempo.
No siempre se pueden precisar las causas, aparte del vendaval, de la caída de estos árboles: quizás la madera estaba enferma, quizás tenían una gran red de raíces pero demasiado superficiales... Las raíces son cuestión de educación: tener una gran extensión de conocimientos no garantiza que la persona se pueda mantener en pié cuando hace mal tiempo.
No se trata de querer profundizar en todo. Basta con tener alguna idea contrastada sobre quiénes somos y qué queremos. Ante la gran cantidad de información y de estímulos que recibimos cada día la cuestión principal es saber valorar y elegir.
¿Pero cómo darse cuenta de que no todos los datos son igual de relevantes? Con buenas ideas no basta: uno mismo debe descubrir por experiencia que puede orientarse en esta selva de datos. La persona debe aprender a escucharse a sí misma y arriesgarse a elegir, debe tener margen para probar y equivocarse, si es necesario, y aún darse tiempo para hacerse cargo de qué le va respondiendo el mundo que le rodea.
Si alguna persona se acerca a la comunidad eclesial, se encontrará con una situación muy similar: una sabiduría milenaria enorme de la que no parece nada fácil indicar qué puede tener de interesante.
La respuesta más habitual cuando se trata de identificar el núcleo de la fe cristiana es establecer una lista de contenidos prioritarios, presentarlos de la mejor forma posible matizando algunos detalles técnicos, insistir en aclarar y precisar el sentido de las celebraciones más importantes y dar algunas indicaciones prácticas para aterrizar la fe en la vida de cada día. Pero todo esto esconde lo que de verdad mantiene viva la fe.
La fe se enraíza en una experiencia de encuentro cara a cara con Jesús: puede ser un texto, puede ser una persona, puede ser un hecho... lo que nos pone ante él y nos descubre una nueva profundidad en nosotros y en los que viven a nuestro lado.
Si la comunidad cristiana no fuera capaz de crear, animar y cuidar de espacios de experiencia, de búsqueda, de profundización, de contraste, de descubrimiento personal de Jesús... sus explicaciones y aclaraciones quedarían sin valor y sus celebraciones o sus proyectos no aportarían ninguna novedad.
Forzosamente dar prioridad a la experiencia personal hace menos compacta la unidad ideológica de la comunidad pero la cohesión eclesial no depende de la uniformidad de ideas sino del vínculo que nace entre los que viven la fe arraigados en Jesús. Sin llegar a este nivel del subsuelo cristiano no hay árbol que aguante en este bosque cuando hace mal tiempo.