jueves, 27 de febrero de 2014

Lanzar piedras sobre el agua

De niños jugábamos a lanzar piedras que daban saltos sobre el agua. Buscábamos piedras planas y las lanzábamos con fuerza a ras de la superficie para que al rozar el agua rebotaran hacia arriba. Alguna piedra podía llegar a dar cuatro o cinco botes antes de perder velocidad y hundirse.
Hay personas que parecen dispuestas a hacer todo tipo de saltos para evitar la más pequeña sombra de sufrimiento. Está bien eludir el sufrimiento pero no se puede pretender vivir como si el dolor no existiera: no llamar a las enfermedades por su nombre, no hablar de recuerdos que nos entristecen, no dar credibilidad a los datos que nos hablan de marginación...
El dolor no es bueno pero reconocer y aceptar su presencia es educativo. Asumir que hay dolor es un signo de madurez y equilibrio personal y es el primer paso para hacerle frente.
La vida de Jesús está en gran parte dedicada a atender el dolor y la desesperanza y a encontrarles respuesta. Él no hace caso de las leyes que impiden acercarse a los enfermos, los toca y los cura; elogia la fe de las personas que están dispuestas a luchar para cambiar su situación; invita a llevar la propia cruz y seguirle, que es como invitar a no detenerse a pesar del sufrimiento...
Muchas veces se ha insistido en la bondad del dolor, como si sufrir y pasarlo mal fuera voluntad de Dios, pagando así por el pecado propio o por el de los demás, y asumiendo con paciencia que la felicidad aquí y ahora no es posible. Pero no es este el mensaje de Jesús, ni el sentido de la cruz.
Jesús hace suyo el sufrimiento de otros y se complica la vida desafiando leyes injustas hasta el extremo de ser detenido y condenado. Pero todo esto lo hace con el objetivo de abrir nuevas posibilidades a la felicidad, no para sufrir. El sufrimiento es resultado de su sentido del servicio. Y es sirviendo que el Reino se abre paso poco a poco, que las bienaventuranzas se van haciendo realidad.
Con la muerte en la cruz Jesús se sumerge completamente en el dolor y el sin sentido pero no queda atrapado en él, vuelve a levantarse y los discípulos lo descubren vivo. Desde entonces hundirse y volver a nacer del agua es el distintivo de los cristianos, el bautismo: compartir el dolor de los que sufren con la esperanza de ponerse de pié, juntos, resucitados. Sólo con esta esperanza tiene sentido mojarse.