En el museo de las termas romanas de
Badalona hay algunas piezas de cerámica ibérica. Las encontraron hechas pedazos al excavar en un yacimiento cercano y un equipo de arqueólogos
las reconstruyó. Había fragmentos en muy buen estado que todavía
conservaban el dibujo original, otros en cambio lo habían perdido y
algunos agujeros se tuvieron que rellenar con yeso.
A menudo encontrar el equilibrio personal se parece bastante a la reconstrucción de una vasija de barro. Con paciencia hay que ir encontrando cuál es el lugar que corresponde a cada fragmento, a cada deseo, a cada emoción, a cada idea... en beneficio del conjunto.
Durante mucho tiempo la pedagogía oficial de la Iglesia se ha limitado a identificar, denunciar y prohibir los pecados como si con eso ya quedara todo resuelto. Pero los deseos, los sentimientos y las ideas que nos pueden llevar a hacer el mal forman parte de nosotros, están profundamente entrelazados con otros deseos y sentimientos que nos animan a vivir y a amar. No se puede pretender suprimirlos sin más.
A medida que nos conocemos a fondo podemos identificar qué deseos, emociones y pensamientos vale la pena animar y de cuales conviene tomar distancia. Pero los impulsos problemáticos nunca desaparecerán del todo, sólo los podemos limitar y minimizar, con suerte, quedarán como dormidos.
Tenemos que conseguir ser nosotros mismos con todas las piezas, tanto las que conservan el dibujo original de su creador, como las feas o deformadas por el tiempo. Necesitamos, pues, aprender a convivir con el pecado y el mal. Cuando la persona no reconoce sus deseos o emociones perjudiciales y los niega o los esconde suelen convertirse en una fuente de malestar... aparte de hacer imposible gestionarlos.
Nosotros también contribuimos a hacer el mal, aunque no queramos. Conviene aceptarlo con humildad. En esto consiste llevar la propia cruz: hacernos cargo de nuestras carencias -aunque no seamos directamente culpables de ellas- y ahorrar a los demás una parte del dolor y el malestar que hay en nuestro entorno. Sin lugar a dudas, los mejores compañeros de camino son los que tienen bien asumidas sus propias limitaciones y no pretenden cargarlas a nadie.
En relación al pecado los primeros cristianos hablaban de reconciliación entre Dios y las personas, entre diversos grupos humanos y también, de alguna manera, de la persona consigo misma. Reconciliar habla de conseguir un todo donde no falta nada pero se trata de una totalidad donde cada parte, cada matiz, ha sido reconocida por las demás y ha quedado así integrada.
Al fin i al cabo sólo una vasija o una jarra de barro enteras son aptas para contener vinos, aceites, semillas o algún tesoro.
A menudo encontrar el equilibrio personal se parece bastante a la reconstrucción de una vasija de barro. Con paciencia hay que ir encontrando cuál es el lugar que corresponde a cada fragmento, a cada deseo, a cada emoción, a cada idea... en beneficio del conjunto.
Durante mucho tiempo la pedagogía oficial de la Iglesia se ha limitado a identificar, denunciar y prohibir los pecados como si con eso ya quedara todo resuelto. Pero los deseos, los sentimientos y las ideas que nos pueden llevar a hacer el mal forman parte de nosotros, están profundamente entrelazados con otros deseos y sentimientos que nos animan a vivir y a amar. No se puede pretender suprimirlos sin más.
A medida que nos conocemos a fondo podemos identificar qué deseos, emociones y pensamientos vale la pena animar y de cuales conviene tomar distancia. Pero los impulsos problemáticos nunca desaparecerán del todo, sólo los podemos limitar y minimizar, con suerte, quedarán como dormidos.
Tenemos que conseguir ser nosotros mismos con todas las piezas, tanto las que conservan el dibujo original de su creador, como las feas o deformadas por el tiempo. Necesitamos, pues, aprender a convivir con el pecado y el mal. Cuando la persona no reconoce sus deseos o emociones perjudiciales y los niega o los esconde suelen convertirse en una fuente de malestar... aparte de hacer imposible gestionarlos.
Nosotros también contribuimos a hacer el mal, aunque no queramos. Conviene aceptarlo con humildad. En esto consiste llevar la propia cruz: hacernos cargo de nuestras carencias -aunque no seamos directamente culpables de ellas- y ahorrar a los demás una parte del dolor y el malestar que hay en nuestro entorno. Sin lugar a dudas, los mejores compañeros de camino son los que tienen bien asumidas sus propias limitaciones y no pretenden cargarlas a nadie.
En relación al pecado los primeros cristianos hablaban de reconciliación entre Dios y las personas, entre diversos grupos humanos y también, de alguna manera, de la persona consigo misma. Reconciliar habla de conseguir un todo donde no falta nada pero se trata de una totalidad donde cada parte, cada matiz, ha sido reconocida por las demás y ha quedado así integrada.
Al fin i al cabo sólo una vasija o una jarra de barro enteras son aptas para contener vinos, aceites, semillas o algún tesoro.