sábado, 26 de septiembre de 2015

Olor a lavanda

Esta mañana, hacia el final de mi paseo en bicicleta, me ha sorprendido el perfume de unas matas de lavanda. El olor de lavanda siempre me ha gustado. Me transporta a experiencias de mi infancia, de los veranos en el Penedés, de excursiones por la montaña... Parece imposible que un soplo de perfume que dura apenas unos instantes pueda resumir y encadenar tantas y tantas experiencias.
No es fácil explicar cómo es nuestro mundo interior pero sí podemos decir que las experiencias se suman y se refuerzan y que hay sensaciones y sentimientos que pueden parecer momentáneos pero que no lo son y terminan por dibujar prioridades bien definidas que dan consistencia a nuestra historia personal.
Así encontramos vivencias puntuales que resumen y explican quiénes somos, qué nos interesa o qué esperamos. Un solo día con sus diversos momentos puede contener la totalidad de nuestra vida. Como dice el salmo, a los ojos de Dios mil años son como un día... y un solo día mil años. La experiencia cristiana también queda bien definida por los momentos puntuales que la alimentan y la van concretando a lo largo de una jornada. Aquí quiero repasar los elementos que han dado y dan consistencia a mi fe. Repaso las veinticuatro horas de un posible día cualquiera...
Me voy a dormir, me acuesto, pienso muy poco en el día que vendrá y me fijo en el día que termina y doy gracias. Me dirijo a Dios, espero que él sabrá escucharme, pero también me aseguro de que me quede bien vivo y bien claro el recuerdo de los detalles de bondad y de generosidad de las personas con que me he encontrado. Si queremos amar es el único recuerdo que vale la pena de esforzarse por conservar.
Me duermo con facilidad, aunque de vez en cuando también tengo pesadillas. No he encontrado aún una respuesta clara que resuelva todos mis miedos. Entiendo que hay cosas que no dependen de mí y no sirve de nada insistir. En este punto sólo puedo confiar sin entender: todo está en manos de Dios.
Me levanto, me ducho, desayuno y salgo hacia el trabajo repitiendo alguna canción de Taizé o del grupo Kairoi en voz muy baja o silbando. Aunque a veces pierdo el hilo la música vuelve y me acompaña todo el camino hasta que llego a la sala de profesores de la escuela. Algunas veces durante el día siento que la melodía se repite y me alegra pensar que en algún rincón dentro de mí se respira paz.
A primera hora de la mañana es cuando mejor trabajo y aprovecho para preparar las clases de religión, las celebraciones que hacemos con los alumnos o bien alguna sesión de formación de la parroquia. A menudo hay un texto u otro del evangelio que conviene releer. Siempre que vuelvo a un mismo fragmento encuentro nuevos matices, se me ocurren nuevas reflexiones o entiendo más bien qué dice. Es la mejor forma que conozco de estar cerca de Jesús y de no acomodarme a una imagen hecha a la medida de mis gustos. Sin el Evangelio mi vida sería otra.
Por el pasillo me saludan algunos alumnos. Los más trastos nunca pierden la oportunidad y siempre son los primeros de acercarse. En clase no es fácil acertar qué les puede convenir, ni tampoco está demasiado claro que las notas que los ponemos sean justas... pero aquí en el pasillo, como debería ser siempre, la relación tú a tú pasa por delante de todo. Si algo nos hace salir adelante a todos es la proximidad personal. Espero que este encuentro mínimo les sea provechoso, espero saber estar a su lado y no perder la capacidad de confiar. Sé que las relaciones personales sinceras pueden cambiar el mundo.
En clase, cuando puedo explicarme, me lo paso fantásticamente bien. Trabajando con la palabra, hablando o escribiendo, soy muy feliz. Cuento que esta es mi vocación, la vida no me ha indicado otra cosa. No necesito tantas horas de clase como hago para ser feliz, pero me hacen falta para llegar a fin de mes. Tener los pies en el suelo es imprescindible para una experiencia de fe equilibrada.
Tengo tendencia a revisar una y otra vez algunos acontecimientos. Paso horas y horas dando vueltas a las ideas. Dudo, me enfado, analizo todos los detalles posibles, busco información, discuto conmigo mismo o con algún voluntario imaginario... La razón es una máquina trituradora. Con el tiempo he aprendido que no hay para tanto, que a pesar de, posiblemente, tener razón en algunas cuestiones esto no me ayuda a avanzar. Pasear en bicicleta o salir a dar una vuelta son recursos para romper esta espiral y hacer un paréntesis que me ha salvado la vida más de una vez. Algunas veces incluso encuentro tiempos largos para el silencio y la meditación.
Quedamos con los amigos para cenar. Hacemos oración y cenamos juntos una vez al mes, compartimos la fe y la amistad. Estos encuentros son una suerte increíble, no conozco muchas experiencias tan parecidas a la última cena de Jesús. Son sacramento de sacramento, como la Eucaristía es sacramento de Jesús y Jesús lo es del Padre.
Poco antes de acostarme asomo un momento la cabeza por la ventana, miro al cielo y aspiro con los ojos cerrados el aire de la noche... es de los pocos retales de belleza natural de que puedo disponer en ciudad. Tragarme el aire limpio y fresco me hace sentir vivo. La respiración es una oración sin palabras, la más básica, un sí a la vida y al Espíritu que la anima.
Depende de épocas hay recursos que me han ayudado más que otros. En cualquier caso el paso del tiempo no los estropea: sirvieron a otros antes que a mí, me son útiles ahora y servirán más adelante. Son como las pequeñas flores secas de la lavanda que a pesar de haber pasado treinta o cuarenta años todavía huelen cuando las frotas entre los dedos.