jueves, 9 de mayo de 2019

Hacer silencio

Cuando estás cansada y agobiada, hacer silencio resulta una experiencia reparadora: a medida que pasa el tiempo todo va volviendo a su sitio. Como las aguas enturbiadas del río después de la tormenta que recuperan, con el paso de las horas, su transparencia y de nuevo se puede ver la arena o las piedras del fondo y los peces que nadan.
Encerrada en casa o paseando por la naturaleza, el silencio, la calma, la tranquilidad hacen posible que te reencuentres contigo misma. En tu mundo interior resuenan con fuerza los ecos de los acontecimientos que vivos y de los miles de mensajes que te llegan sin que tengas tiempo de descifrarlos. Como ocurre con algunas comidas o bebidas, parte de su sabor no lo descubres hasta el final de todo y, sin detenerte y dejar de comer, nunca los podrías saborear realmente. Sin un tiempo de silencio perdemos la oportunidad de que los hechos y las palabras nos digan algo.
Más allá del silencio reparador y del ejercicio de escuchar el mundo que te rodea, el silencio también pone al descubierto los ruidos de las luchas que se producen en tu interior: dudas, sueños, miedos, alegrías... Sí, también resuenan en ti y a menudo el ruido exterior los tapa. Hay preocupaciones que necesitan salir a la superficie, estallar como las burbujas del mosto que fermenta para llegar a ser vino, buscando su lugar y que se pueda separar lo fundamental de lo que ya no sirve y más vale que el viento se lo lleve lejos. Es fácil entender por qué algunas personas que pasan por momentos complicados prefieren el ruido de fuera antes que descubrir la ebullición de su mundo interior.
Toma nota: el silencio, aparte de ser un espacio de descanso, es también un espacio de trabajo. El silencio tiene una función constructiva, es imprescindible para darte cuenta de por qué momento pasa tu vida y cuidar de ti misma. Ya hemos dicho que la conciencia no sólo es capaz de detectar el más mínimo detalle de maldad sino también de descubrir cualquier indicio de bondad o de valor positivo, en tus opciones de futuro, en los que te rodean y en tus deseos más íntimos... A condición de que ningún ruido no interfiera tu percepción interior o que el agua esté reposada y todo el barro haya quedado en el fondo.
Pero aún hay que hablar de otra posibilidad en el camino del silencio: el silencio también puede ser un espacio sin ninguna utilidad inmediata, un tiempo que no soluciona ni mejora nada, gratuito, es decir religioso, un espacio que tiene valor por sí mismo. Se trata de un silencio místico donde no escuchas nada con la ayuda del silencio sino que atiendes al silencio mismo.
Si el descanso del silencio reparador es imprescindible para la salud y también escuchar el mundo y escucharte a ti misma con aquel silencio constructivo lo es para recordar quién eres y dónde estás... el silencio gratuito te pone en diálogo con algo más y te abre las puertas a una nueva dimensión, la posibilidad de dialogar con el misterio. A menudo la tarea pesada de vaciar tu mundo interior de ruido te ocupa la mayor parte del tiempo; sólo de vez en cuando te metes a ordenar este espacio para orientarte... y qué te queda para hacer la experiencia de silencio de verdad?
Los antiguos romanos utilizaban grandes arcos de piedra para indicar una frontera o la llegada a una ciudad importante. Los cristianos en la Edad Media construyeron también arcos en la entrada de las iglesias para indicar algo parecido: el paso a otra dimensión. Dentro del edificio se respira un ambiente alternativo: la luz, las imágenes, la música, la forma de comportarse hablan de un mundo diferente, del mundo de Dios. También dentro de cada uno de nosotros hay un arco o una puerta, que nuestro cristianismo occidental parece haber olvidado, que nos permite acceder al espacio en que Dios habita.