sábado, 31 de mayo de 2014

¿De dónde lo ha sacado?

En el metro viajaba un niño pequeño con su madre y sus abuelos. “Esta estación es Bac de Roda”, dijo el niño. Su madre se quedo mirando a los abuelos con cara de extrañeza y les dijo: “No sé de dónde lo ha sacado.”
De pequeños aprendemos muchas cosas sin que nadie se ocupe de enseñárnoslas. Apenas adivinamos que una información puede tener algún valor intentamos aprovecharla de inmediato. Igualmente cuando nos hacemos mayores sólo aprendemos lo que nos interesa independientemente de lo que nos pretendan enseñar.
El interés por llamar la atención, por ser uno más y no quedarnos atrás despierta nuestra atención. De este deseo de no alejarnos de los demás y de crecer nace nuestra primera sabiduría.
Desear nos hace sabios. Buscando lo que queremos escuchamos, observamos, revolvemos, elegimos, probamos, insistimos... y aprendemos. La sabiduría no son ideas sino hallazgos sobre quiénes somos, qué tenemos que hacer, con quién queremos estar, qué vale la pena, y también alguna decepción. Aunque es imposible dar pasos adelante sin perseguir algún deseo.
Los deseos son el motor de nuestra vida. Es cierto que a veces pueden resultar problemáticos y causarnos dolor o alterarnos hasta el punto de reaccionar con violencia. Pero son también la fuerza que nos mueve a querer, a actuar solidariamente, a construir la paz...
El deseo nos empuja sin pedirnos permiso, no conocemos su origen y, más allá de cada objetivo concreto, no podemos adivinar su propósito final... Se parece mucho a lo que Jesús explica del Espíritu: notamos su fuerza pero no sabemos ni de dónde viene ni hacia dónde va.
Sea como sea esta energía persistente, que nos da fuerza más allá de nuestras fuerzas, es un regalo que se nos hace y que hay que saber acoger. Finalmente el deseo resulta decisivo para llegar a ser nosotros mismos y saber si la estación en la que nos hemos apeado del tren es realmente el lugar donde queríamos ir y nos satisface, o no es así y hay que ponerse en camino otra vez.

miércoles, 23 de abril de 2014

Error

Los ordenadores de hace unos años no tenían un funcionamiento muy estable. Dabas una instrucción equivocada y ya no podían seguir trabajando. "Se ha producido un error fatal y el ordenador se apagará". En un momento podías perder todo el trabajo que habías hecho.
Las personas no funcionamos así. Equivocarse no suele ser el final de todo aunque pueda parecerlo. Los errores son, muchas veces, un paso más: nos ayudan a avanzar, a tomar conciencia de nuevos problemas, a profundizar, a rectificar... Nunca se pierde nada completamente, todas las experiencias cuentan en nuestra vida, tanto para bien como para mal. Necesitamos saber encajarlas y sacarles algún provecho.
Jesús se encuentra con personas que han equivocado su camino pero no las regaña, ni les da lecciones... espera que ellas mismas saquen las conclusiones pertinentes y las anima a ponerse en marcha otra vez. Con su silencio cálido les descubre que Dios es una puerta siempre abierta, un horizonte esperanzado.
Con demasiada frecuencia se piensa que la respuesta que espera Dios de nosotros es la perfección moral... Él es santo, Él es perfecto, nosotros no. Quererlo todo aquí y ahora es una ilusión infantil que impide nuestra maduración y nos llena de amargura.
El adulto en la fe es aquel que ha aprendido a caminar a pesar de las limitaciones y los fracasos, a desenvolverse con los recursos que Dios le ha dado y a buscar el bien en unas circunstancias en las que lo que se ha conseguido, personal o comunitariamente, no es nunca definitivo. Dios espera de nosotros que no dejamos de confiar, de luchar, de buscar, que no nos rindamos ni nos conformemos.
Sólo Dios es santo. "Santo" más que "perfecto" significa "separado", "diferente", que no es como nada de lo que conocemos. Aunque Jesús y la tradición bíblica nos ha enseñado que Dios comparte su santidad. Las personas podemos dejarnos seducir por Él y entonces nuestra perspectiva sobre nosotros y los demás cambia: ya no nos guiamos por lo que es habitual, conocido o esperable... nos guiamos por una esperanza fuera de lo común. Gracias a esta santidad cedida que nos separa de lo que es más corriente podemos hacer cosas excepcionales, sin ser perfectos.
Nada nos protegerá de cometer nuevos errores pero podemos confiar en que ningún error será fatal.

domingo, 23 de marzo de 2014

¿Tenedor o pulsera?

Cuando mi hija mayor cumplió dieciocho años mi padre le regaló una pulsera de plata. Era en realidad un antiguo tenedor transformado hábilmente por un joyero. La plata por sí sola tiene su valor pero no tiene ni la mitad de interés que puede tener una herramienta útil para comer o un accesorio para vestirse de fiesta.
Las personas también somos un metal valioso que debe saber encontrar su forma de ser útil. En cada etapa de nuestra vida se nos plantean nuevos retos y debemos encontrar la mejor manera de darles respuesta. Nuestra felicidad dependerá de acertar en que capacidades debemos movilizar y hasta qué punto logramos compartir los resultados con los demás.
Cuando se trata de seguir a Jesús pasa algo parecido: a cada uno le conviene descubrir qué habilidades pueden serle útiles para ponerse al servicio de los que lo rodean. De hecho, hay una infinidad de formas diferentes de seguir a Jesús. Si hemos llegado a la conclusión de que Jesús es Dios no nos debería sorprender que se le pueda encontrar por infinitos caminos.
También es cierto que el camino que nosotros elegimos no nos descubrirá a Jesús completamente, porque nadie por si solo puede agotar toda la profundidad y riqueza de matices que tiene su persona. Llegar a percibir un perfil de Jesús suficientemente completo sólo es posible en comunidad. Es a través del conjunto de opciones diversas que se configura una imagen mínimamente clara de Jesús.
Así pues buscar a Jesús es a la vez un camino personal y un camino compartido, un proceso de búsqueda interior y al mismo tiempo de diálogo, un trabajo de definición personal y simultáneamente de consolidación de proyectos con otros perfiles y mentalidades, un servicio esforzado y también un regalo.
Dentro de la comunidad cada uno puede llegar a ser una autoridad en su especialidad y su palabra tendrá un peso destacado a la hora de decidir sobre determinadas cuestiones. Pero en cuanto a la vida en común o al seguimiento de Jesús todos tenemos sólo visiones parciales, igualmente interesantes y valiosas pero incompletas, lo que hace imposible que nadie pueda decidir acertadamente en nombre de todos. Sólo la búsqueda de un consenso o la participación democrática permiten tomar este tipo de decisiones.
Las pulseras y los tenedores sirven para tareas distintas pero para hablar de Jesús lo que cuenta es servir. Cada servidor es pues una voz autorizada para hablar de Él y también su voto vale para decidir cómo debemos seguirle todos juntos.

viernes, 7 de marzo de 2014

Fotografías antiguas

Desde hace años mi tío ha ido recogiendo datos y fotografías antiguas de la familia. En muchos casos las imágenes son únicas y no es posible encontrarlas en otro sitio. De algunos tatarabuelos estas imágenes en blanco y negro y su nombre es todo lo que nos ha quedado de ellos.
Jesús tenía poco más que su ropa cuando lo condenaron, no dejó nada escrito, ni tampoco disponemos de ninguna imagen de él que sea más o menos fiable. Todo lo que tenemos son los recuerdos que nos han transmitido sus discípulos: hechos, palabras, impresiones...
En la cultura judía de aquel tiempo, básicamente oral, había formas de expresión que facilitaban la retención de las ideas que se quería transmitir: parábolas, adagios, repeticiones dentro de un mismo discurso, gestos simbólicos que acompañan una idea... Gracias a todos estos recursos empleados por Jesús se ha conservado la mayor parte de su mensaje.
Aparte pero de sus explicaciones hay otra fuente de información para conocerlo. Son las reacciones que despertó su acción: la alegría de algunas personas, la reacción adversa de las autoridades, un entusiasmo popular que no duró mucho, la fidelidad de un grupo de discípulos...
Este grupo de seguidores que podían ser doce o más dependiendo de las informaciones; pescadores, trabajadores humildes, algún aventurero, alguna mujer... colaboraron con él, aunque no siempre le entendieron, y le siguieron hasta casi el final. En Jerusalén le dejaron solo y huyeron. La reacción de los discípulos parece confirmar que eran, eso, simples seguidores sin demasiada iniciativa ni criterio.
Pero contra todo pronóstico, después de desaparecer, los discípulos regresaron. No es fácil de reconstruir al detalle qué ocurrió exactamente, los mismos evangelios dan explicaciones diversas. Aunque todo indica que descubrieron algo de Jesús que cambió, esta vez sí, su vida.
El cambio de actitud de los discípulos explica mucho más que sus palabras. Su retorno, su resurrección como discípulos y como grupo, nos habla de la resurrección de Jesús. Su nueva forma de actuar da a conocer, revela, la nueva vida de Jesús que ellos ya han hecho suya. La alegría, la confianza, la valentía de los discípulos es, como una fotografía a todo color, la mejor imagen de la resurrección de Jesús. También hoy, vivir como resucitados es el principal argumento que tenemos los seguidores de Jesús para hablar de su resurrección.

jueves, 27 de febrero de 2014

Lanzar piedras sobre el agua

De niños jugábamos a lanzar piedras que daban saltos sobre el agua. Buscábamos piedras planas y las lanzábamos con fuerza a ras de la superficie para que al rozar el agua rebotaran hacia arriba. Alguna piedra podía llegar a dar cuatro o cinco botes antes de perder velocidad y hundirse.
Hay personas que parecen dispuestas a hacer todo tipo de saltos para evitar la más pequeña sombra de sufrimiento. Está bien eludir el sufrimiento pero no se puede pretender vivir como si el dolor no existiera: no llamar a las enfermedades por su nombre, no hablar de recuerdos que nos entristecen, no dar credibilidad a los datos que nos hablan de marginación...
El dolor no es bueno pero reconocer y aceptar su presencia es educativo. Asumir que hay dolor es un signo de madurez y equilibrio personal y es el primer paso para hacerle frente.
La vida de Jesús está en gran parte dedicada a atender el dolor y la desesperanza y a encontrarles respuesta. Él no hace caso de las leyes que impiden acercarse a los enfermos, los toca y los cura; elogia la fe de las personas que están dispuestas a luchar para cambiar su situación; invita a llevar la propia cruz y seguirle, que es como invitar a no detenerse a pesar del sufrimiento...
Muchas veces se ha insistido en la bondad del dolor, como si sufrir y pasarlo mal fuera voluntad de Dios, pagando así por el pecado propio o por el de los demás, y asumiendo con paciencia que la felicidad aquí y ahora no es posible. Pero no es este el mensaje de Jesús, ni el sentido de la cruz.
Jesús hace suyo el sufrimiento de otros y se complica la vida desafiando leyes injustas hasta el extremo de ser detenido y condenado. Pero todo esto lo hace con el objetivo de abrir nuevas posibilidades a la felicidad, no para sufrir. El sufrimiento es resultado de su sentido del servicio. Y es sirviendo que el Reino se abre paso poco a poco, que las bienaventuranzas se van haciendo realidad.
Con la muerte en la cruz Jesús se sumerge completamente en el dolor y el sin sentido pero no queda atrapado en él, vuelve a levantarse y los discípulos lo descubren vivo. Desde entonces hundirse y volver a nacer del agua es el distintivo de los cristianos, el bautismo: compartir el dolor de los que sufren con la esperanza de ponerse de pié, juntos, resucitados. Sólo con esta esperanza tiene sentido mojarse.

sábado, 25 de enero de 2014

El injerto

De joven pasaba los veranos en el Penedés, en una masía. Recuerdo que arrancaron una viña vieja que había cerca de nuestra casa. Con el tractor fueron sacando las cepas una a una. La primera parte de las raíces era tan gruesa como el tronco y en todas había una especie de nudo bastante grande. Después supe que estos nudos de la madera eran los injertos que se habían hecho al plantar la viña cuarenta o cincuenta años atrás.
El injerto une la raíz de una cepa resistente a las enfermedades, aunque estéril, con la rama de una variedad productiva de vid que se convertirá en el tronco de la nueva planta y dará fruto. Alguna vez se ha comparado la relación entre Jesús y nosotros con un injerto: Jesús renueva nuestra vida injertandola en la de Dios...
Durante mucho tiempo Jesús vive su vida como uno de tantos. Poco a poco los discípulos se dan cuenta de su singularidad. Y, finalmente después de la muerte, con la resurrección descubren que en Jesús latía una vida, la vida de Dios, que nada, ni la muerte, no ha podido ahogar. Desde esta nueva perspectiva se dan cuenta de que toda la vida de Jesús les habla de Dios.
Aunque Jesús no es un medio de comunicación cualquiera. Y no se limita tampoco a hablar de Dios o a dar buenos ejemplos. Él ha hecho presente a Dios porque Él es de Dios, Él es Dios. Y como tal ha compartido con nosotros los proyectos de Dios, los sentimientos de Dios, las prioridades de Dios, los intereses de Dios... De esta manera ha puesto Dios al alcance de todos. No ha pasado de largo ante ninguna persona, ni ante ninguna cuestión, ni ante ninguna situación dolorosa y por ello toda la vida humana ha sido transformada, toda, con savia nueva, un injerto de Dios.
Pero Jesús ha sido presencia de Dios sin dejar de ser un hombre. Él se ha movido dentro de los límites de la condición humana: se ha sorprendido, ha dudado, ha amado, ha soñado, se ha entristecido, ha sufrido... también ha muerto. Aunque ha sido con su manera de vivir la vida, con la trama de su historia personal, con las decisiones que ha ido tomando que ha ido haciendo realidad la cercanía de Dios. De esta manera viviendo como uno de nosotros ha dado una nueva consistencia a las posibilidades de vivir humanamente. Gracias a Él ahora es más posible llegar a dar los frutos que esperamos.
Son dos aspectos que no se pueden separar, que están estrechamente anudados. Ha vivido su vida con un sentido de humanidad tan profundo y generoso, tan solidario y comprometido como sólo Dios podía haberlo hecho.

jueves, 9 de enero de 2014

Vendaval

Hoy el viento sopla con fuerza. Sopla tan fuerte que cuando han tocado las diez en el campanario alguna campanada casi no se oía. No sería de extrañar que mañana aparecieran en los medios de comunicación imágenes de árboles tumbados en el suelo arrancados de cuajo. Los árboles caídos, a veces son muy grandes, llaman la atención por el tamaño de sus raíces pero más aún por el hecho de que no han sido suficientes para mantenerlos en pié.
No siempre se pueden precisar las causas, aparte del vendaval, de la caída de estos árboles: quizás la madera estaba enferma, quizás tenían una gran red de raíces pero demasiado superficiales... Las raíces son cuestión de educación: tener una gran extensión de conocimientos no garantiza que la persona se pueda mantener en pié cuando hace mal tiempo.
No se trata de querer profundizar en todo. Basta con tener alguna idea contrastada sobre quiénes somos y qué queremos. Ante la gran cantidad de información y de estímulos que recibimos cada día la cuestión principal es saber valorar y elegir.
¿Pero cómo darse cuenta de que no todos los datos son igual de relevantes? Con buenas ideas no basta: uno mismo debe descubrir por experiencia que puede orientarse en esta selva de datos. La persona debe aprender a escucharse a sí misma y arriesgarse a elegir, debe tener margen para probar y equivocarse, si es necesario, y aún darse tiempo para hacerse cargo de qué le va respondiendo el mundo que le rodea.
Si alguna persona se acerca a la comunidad eclesial, se encontrará con una situación muy similar: una sabiduría milenaria enorme de la que no parece nada fácil indicar qué puede tener de interesante.
La respuesta más habitual cuando se trata de identificar el núcleo de la fe cristiana es establecer una lista de contenidos prioritarios, presentarlos de la mejor forma posible matizando algunos detalles técnicos, insistir en aclarar y precisar el sentido de las celebraciones más importantes y dar algunas indicaciones prácticas para aterrizar la fe en la vida de cada día. Pero todo esto esconde lo que de verdad mantiene viva la fe.
La fe se enraíza en una experiencia de encuentro cara a cara con Jesús: puede ser un texto, puede ser una persona, puede ser un hecho... lo que nos pone ante él y nos descubre una nueva profundidad en nosotros y en los que viven a nuestro lado.
Si la comunidad cristiana no fuera capaz de crear, animar y cuidar de espacios de experiencia, de búsqueda, de profundización, de contraste, de descubrimiento personal de Jesús... sus explicaciones y aclaraciones quedarían sin valor y sus celebraciones o sus proyectos no aportarían ninguna novedad.
Forzosamente dar prioridad a la experiencia personal hace menos compacta la unidad ideológica de la comunidad pero la cohesión eclesial no depende de la uniformidad de ideas sino del vínculo que nace entre los que viven la fe arraigados en Jesús. Sin llegar a este nivel del subsuelo cristiano no hay árbol que aguante en este bosque cuando hace mal tiempo.