Recibir, acoger, aceptar, integrar,
asumir... no significa estar de acuerdo. Hay una situación en la que
esta distinción resulta especialmente importante: el dolor. No aceptar
el dolor es, a menudo, una manera de hacer más grande el sufrimiento. No
tenemos otro remedio pues que asumir que el dolor forma parte de
nuestra vida. Pero esto no quiere decir que sufrir sea bueno.
Ciertamente el dolor puede hacernos madurar, ayudarnos a abrir los ojos,
acercarnos a otras personas que también sufren pero no tiene ningún
sentido buscarlo expresamente.
Asumir el dolor significa, en primer lugar, no esconderlo. No puedes ocultar a los niños la muerte de un abuelo, ni negar el dolor que sientes sin provocar, a la larga, un dolor aún mayor, un choque aún más duro con la realidad. Hay que darse tiempo para hacer el proceso de duelo, de aceptación de la fragilidad y de nuestras limitaciones, y cuando sea posible, de descubrimiento de aspectos positivos. Seguramente la prueba más dura para nuestra madurez como personas es esta: aprender a convivir con el dolor. Cuando antes te pongas a ello mejor.
El duelo pide silencio. O mejor dicho, seguir un proceso de aquietamiento. Es necesario silenciar las explicaciones, las justificaciones, los razonamientos y sobre todo dejar de preocuparse con quién tiene la culpa del dolor que sientes. En el dolor hay mucha violencia y mucho rabia escondidas, por nuestras ilusiones rotas, por la impotencia que sentimos ante el mal, por la pérdida de alguien que amamos, del que nos hemos alejado o que hemos perdido para siempre... El aquietamiento es necesario para no introducir más violencia.
Hay particularmente una manera de responder al dolor que, a pesar de esconder una buena dosis de agresividad, a menudo se ha considerado buena e incluso necesaria: buscar a los culpables. Pero esto no hace más que encender la ira contra ti o contra otra persona. Sí, tal vez haya algún culpable de tu mal pero saber quién es o hacérselo lo pagar no te va a servir para superar tu malestar. El silencio cura, ir a la caza y captura de culpables no.
Para dejar que las heridas se curen mínimamente, hay que dejar sin argumentos al dolor tanto como sea posible y velar cuidadosamente para no contribuir a crear nuevo dolor. Reaccionar generando más sufrimiento es darle la razón al dolor y, es caer en una dinámica perversa, una repetición absurda, que hace imposible cualquier curación.
¿Quién pecó para que naciera ciego? preguntan los discípulos a Jesús. Es decir, además del mal que vemos, la ceguera, habrá más mal que no vemos: unos padres irresponsables, un Dios vengador que todo lo castiga... La respuesta de Jesús es que no hay pecado, que no hay culpables. Con esta respuesta ataca cualquier pretensión de justificar religiosamente el sufrimiento, de plantear que Dios ejerce violencia o la alimenta, o que alguien merezca pasárselo mal. Es una posición tan radical y seria que muchos cristianos aún hoy no han llegado a asimilarla. El mal existe, pero sería imperdonable contribuir de alguna manera a hacerlo más grande y no trabajar con todas nuestras fuerzas para paliarlo.
Culpabilizar alguien o ti misma es una forma de amplificar el dolor y de alimentar la rabia y la frustración. Es una reacción irracional y destructiva. De hecho es una responsabilidad mal entendida. No se trata ni de ignorar, ni de olvidar el dolor y sus causas, hay que conocerlas y combatirlas pero no por venganza, ni para dar salida a nuestra rabia. Sólo si hacemos callar las voces que ante la violencia piden más violencia podemos cuidar de la vida y no destruir la alegría y la bondad que la vida también contiene.
Asumir el dolor significa, en primer lugar, no esconderlo. No puedes ocultar a los niños la muerte de un abuelo, ni negar el dolor que sientes sin provocar, a la larga, un dolor aún mayor, un choque aún más duro con la realidad. Hay que darse tiempo para hacer el proceso de duelo, de aceptación de la fragilidad y de nuestras limitaciones, y cuando sea posible, de descubrimiento de aspectos positivos. Seguramente la prueba más dura para nuestra madurez como personas es esta: aprender a convivir con el dolor. Cuando antes te pongas a ello mejor.
El duelo pide silencio. O mejor dicho, seguir un proceso de aquietamiento. Es necesario silenciar las explicaciones, las justificaciones, los razonamientos y sobre todo dejar de preocuparse con quién tiene la culpa del dolor que sientes. En el dolor hay mucha violencia y mucho rabia escondidas, por nuestras ilusiones rotas, por la impotencia que sentimos ante el mal, por la pérdida de alguien que amamos, del que nos hemos alejado o que hemos perdido para siempre... El aquietamiento es necesario para no introducir más violencia.
Hay particularmente una manera de responder al dolor que, a pesar de esconder una buena dosis de agresividad, a menudo se ha considerado buena e incluso necesaria: buscar a los culpables. Pero esto no hace más que encender la ira contra ti o contra otra persona. Sí, tal vez haya algún culpable de tu mal pero saber quién es o hacérselo lo pagar no te va a servir para superar tu malestar. El silencio cura, ir a la caza y captura de culpables no.
Para dejar que las heridas se curen mínimamente, hay que dejar sin argumentos al dolor tanto como sea posible y velar cuidadosamente para no contribuir a crear nuevo dolor. Reaccionar generando más sufrimiento es darle la razón al dolor y, es caer en una dinámica perversa, una repetición absurda, que hace imposible cualquier curación.
¿Quién pecó para que naciera ciego? preguntan los discípulos a Jesús. Es decir, además del mal que vemos, la ceguera, habrá más mal que no vemos: unos padres irresponsables, un Dios vengador que todo lo castiga... La respuesta de Jesús es que no hay pecado, que no hay culpables. Con esta respuesta ataca cualquier pretensión de justificar religiosamente el sufrimiento, de plantear que Dios ejerce violencia o la alimenta, o que alguien merezca pasárselo mal. Es una posición tan radical y seria que muchos cristianos aún hoy no han llegado a asimilarla. El mal existe, pero sería imperdonable contribuir de alguna manera a hacerlo más grande y no trabajar con todas nuestras fuerzas para paliarlo.
Culpabilizar alguien o ti misma es una forma de amplificar el dolor y de alimentar la rabia y la frustración. Es una reacción irracional y destructiva. De hecho es una responsabilidad mal entendida. No se trata ni de ignorar, ni de olvidar el dolor y sus causas, hay que conocerlas y combatirlas pero no por venganza, ni para dar salida a nuestra rabia. Sólo si hacemos callar las voces que ante la violencia piden más violencia podemos cuidar de la vida y no destruir la alegría y la bondad que la vida también contiene.