La Ley juzga los hechos y distingue con claridad
qué está bien y qué mal. Es de una gran utilidad práctica pero es una
simplificación engañosa que pierde de vista la persona. Las personas
somos proceso, historia, evolución... Un mismo hecho en el contexto de
un proceso personal puede ser bueno y en otra situación resultar
perjudicial. Por ejemplo gritar e insultar en vez de pegar puede formar
parte de un proceso de mejora, en cambio gritar y perder la paciencia
sin motivo es una reacción criticable. Con las leyes podemos evaluar una
acción pero cualquier idea que nos hagamos sobre la persona a partir de
un solo hecho será siempre inadecuada.
Por otra parte la Ley suele destacar que no se debe hacer y con ello deja sin respuesta que si hay que hacer. Detectar los errores, las pifias o los pecados ayuda a crecer pero sólo hasta cierto punto. Sin una motivación que despierte nuestras energías raramente conseguimos corregir las cosas que no funcionan. Y, en cambio, hacer hincapié en el mal y el pecado suele tener un efecto no deseado que es convertirlos en los protagonistas de la vida personal. Uno solo mira lo que hay que evitar y vive pendiente de cualquier elemento sospechoso.
Fíjate en cuántas personas han terminado alejándose del cristianismo porque se ha ocupado sólo de prohibiciones y condenas y ha sido incapaz de transmitir ninguna propuesta inspiradora o iluminadora.
La Ley tiene una función pedagógica: enseña que hay comportamientos que están bien y otros que no. Es útil para recordar que hay límites y que lo que hacemos tiene consecuencias pero vivir es, a pesar de aceptar las limitaciones y los resultados de las propias acciones, esforzarse por ir más allá y buscar qué conviene hacer.
Cuando Jesús dice que hay un solo mandamiento que es amar, no refuerza o completa la Ley sino que la hace añicos. Amar es mucho, mucho más que seguir una ley y ningún código, ninguna normativa, puede desplegar una lista de obligaciones que lo regule. El amor supera cualquier obligación y lleva a las personas a actuar más allá de los mínimos de convivencia y de respeto. Amar es un reto permanente que invita a superar las regulaciones y las leyes.
Jesús contrapone las leyes, que obligan desde fuera, a los deseos que nacen del corazón y guían la actuación personal desde dentro. Atender las motivaciones profundas, gestionar sabiamente el dolor o la rabia, dar salida a las ilusiones, cuidar de nuestros vínculos y complicidades y, en general, ocuparse del mundo interior lleno de sentimientos y emociones, permite elegir y decidir qué conviene hacer. La persona está por encima de las normas, no para desobedecerlas, sino porque su actuación es la única capaz de llevar hasta el final las mejores intenciones de la legalidad: buscar el bien y superar el mal.
No busques a Dios, el de Jesús, en las leyes, las normas, las pautas, las tradiciones o las costumbres. En todo ello encontrarás algunas pistas para empezar pero Dios es mucho más. Toda la vida habla de Él, es fuerza, es impulso, es deseo de más: más justicia, más paz, más ternura, más solidaridad. ¿No sientes sus latidos dentro de ti?
Por otra parte la Ley suele destacar que no se debe hacer y con ello deja sin respuesta que si hay que hacer. Detectar los errores, las pifias o los pecados ayuda a crecer pero sólo hasta cierto punto. Sin una motivación que despierte nuestras energías raramente conseguimos corregir las cosas que no funcionan. Y, en cambio, hacer hincapié en el mal y el pecado suele tener un efecto no deseado que es convertirlos en los protagonistas de la vida personal. Uno solo mira lo que hay que evitar y vive pendiente de cualquier elemento sospechoso.
Fíjate en cuántas personas han terminado alejándose del cristianismo porque se ha ocupado sólo de prohibiciones y condenas y ha sido incapaz de transmitir ninguna propuesta inspiradora o iluminadora.
La Ley tiene una función pedagógica: enseña que hay comportamientos que están bien y otros que no. Es útil para recordar que hay límites y que lo que hacemos tiene consecuencias pero vivir es, a pesar de aceptar las limitaciones y los resultados de las propias acciones, esforzarse por ir más allá y buscar qué conviene hacer.
Cuando Jesús dice que hay un solo mandamiento que es amar, no refuerza o completa la Ley sino que la hace añicos. Amar es mucho, mucho más que seguir una ley y ningún código, ninguna normativa, puede desplegar una lista de obligaciones que lo regule. El amor supera cualquier obligación y lleva a las personas a actuar más allá de los mínimos de convivencia y de respeto. Amar es un reto permanente que invita a superar las regulaciones y las leyes.
Jesús contrapone las leyes, que obligan desde fuera, a los deseos que nacen del corazón y guían la actuación personal desde dentro. Atender las motivaciones profundas, gestionar sabiamente el dolor o la rabia, dar salida a las ilusiones, cuidar de nuestros vínculos y complicidades y, en general, ocuparse del mundo interior lleno de sentimientos y emociones, permite elegir y decidir qué conviene hacer. La persona está por encima de las normas, no para desobedecerlas, sino porque su actuación es la única capaz de llevar hasta el final las mejores intenciones de la legalidad: buscar el bien y superar el mal.
No busques a Dios, el de Jesús, en las leyes, las normas, las pautas, las tradiciones o las costumbres. En todo ello encontrarás algunas pistas para empezar pero Dios es mucho más. Toda la vida habla de Él, es fuerza, es impulso, es deseo de más: más justicia, más paz, más ternura, más solidaridad. ¿No sientes sus latidos dentro de ti?