La ley pone al descubierto los males y los abusos que se
cometen y los sanciona. Pero sólo si se produce un cambio personal
mínimamente serio se puede evitar que se vuelvan a producir. Hay
personas que han sido castigadas con multas o penas de prisión y no han
cambiado en nada su manera de actuar.
La fe se mueve a un nivel más profundo que los castigos o sanciones y, en muchos casos, ha servido de motivación para rehabilitarse. La experiencia religiosa supone para muchas personas un compromiso de cambio y de mejora. También hace que las personas religiosas sean sensibles a su contribución, voluntaria o involuntaria, al dolor de los demás. De hecho muchos creyentes se reconocen pecadores.
De entrada ser pecador no significa ser mala persona sino que uno se da cuenta de la facilidad para hacer el mal y de las dificultades para hacer el bien.
Jesús no es tan pesimista. Él plantea que somos a la vez santos y pecadores. Sí, es cierto, hacemos el mal también el mal que no queremos, quizás no estamos de acuerdo pero contribuimos a alimentarlo. Pero simultáneamente somos capaces de proponer remedios y ofrecer soluciones. Vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos. Nuestra historia es ambigua: hemos llevado a cabo algunas acciones que ahora no repetiríamos y también hemos actuado con acierto varias veces.
Ciertas formas de entender el cristianismo limitan la moral a sentirse más o menos culpable. Pero sentirte mal después de hacer algo que no te convence demuestra tu sensibilidad, no te hace ser mejor, ni estar más comprometida con el bienestar de los demás. La culpa es “sólo” un interrogante molesto que tal vez no tenga respuesta. Insistir en alimentar este dolor para castigarte a ti misma no resuelve nada. Cuanto más insistas en tu culpabilidad más difícil será que encuentres una salida. El sentimiento de culpabilidad debilita tu confianza, hace que busques la seguridad y te encierres. Mientras vivas pendiente de tu dolor no podrás reaccionar. Si quieres hacerlo, en algún momento tendrás que tomar distancia de tus sentimientos de culpa y frustración.
Fíjate, para los judíos los pecados sólo los puede perdonar Dios. Sólo Él te puede liberar de la culpa. Por eso en la tradición judía es tan importante la fiesta anual del Yom Kippur el día de la gran expiación, la fiesta del perdón de Dios, una oportunidad única para deshacerse de la culpa.
La manera de superar la culpa que propone Jesús es muy diferente: no consiste en esperar, hay que buscarla. La culpa señala dónde está el mal pero no es la solución, el remedio lo tienes que buscar tú. Se trata de hacer algo que nosotros sí podemos hacer, de encontrar una salida que pueda ayudar a reparar hasta cierto punto el daño hecho pero sobretodo que abra nuevos horizontes. Aceptar la culpa, reconocer que lo has hecho mal no es el final sino que es el punto de partida de un proceso de cambio y maduración. Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja de ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda.
Los primeros cristianos se llamaban santos a sí mismos. Ya no estaban pendientes de contabilizar sus pecados, ahora dedicaban sus esfuerzos a ensanchar el horizonte: hacer un mundo más fraternal, superando los malentendidos, las disputas, el odio y el espíritu de venganza... guiados por los deseos de entendimiento y de afecto de su corazón.
La fe se mueve a un nivel más profundo que los castigos o sanciones y, en muchos casos, ha servido de motivación para rehabilitarse. La experiencia religiosa supone para muchas personas un compromiso de cambio y de mejora. También hace que las personas religiosas sean sensibles a su contribución, voluntaria o involuntaria, al dolor de los demás. De hecho muchos creyentes se reconocen pecadores.
De entrada ser pecador no significa ser mala persona sino que uno se da cuenta de la facilidad para hacer el mal y de las dificultades para hacer el bien.
Jesús no es tan pesimista. Él plantea que somos a la vez santos y pecadores. Sí, es cierto, hacemos el mal también el mal que no queremos, quizás no estamos de acuerdo pero contribuimos a alimentarlo. Pero simultáneamente somos capaces de proponer remedios y ofrecer soluciones. Vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos. Nuestra historia es ambigua: hemos llevado a cabo algunas acciones que ahora no repetiríamos y también hemos actuado con acierto varias veces.
Ciertas formas de entender el cristianismo limitan la moral a sentirse más o menos culpable. Pero sentirte mal después de hacer algo que no te convence demuestra tu sensibilidad, no te hace ser mejor, ni estar más comprometida con el bienestar de los demás. La culpa es “sólo” un interrogante molesto que tal vez no tenga respuesta. Insistir en alimentar este dolor para castigarte a ti misma no resuelve nada. Cuanto más insistas en tu culpabilidad más difícil será que encuentres una salida. El sentimiento de culpabilidad debilita tu confianza, hace que busques la seguridad y te encierres. Mientras vivas pendiente de tu dolor no podrás reaccionar. Si quieres hacerlo, en algún momento tendrás que tomar distancia de tus sentimientos de culpa y frustración.
Fíjate, para los judíos los pecados sólo los puede perdonar Dios. Sólo Él te puede liberar de la culpa. Por eso en la tradición judía es tan importante la fiesta anual del Yom Kippur el día de la gran expiación, la fiesta del perdón de Dios, una oportunidad única para deshacerse de la culpa.
La manera de superar la culpa que propone Jesús es muy diferente: no consiste en esperar, hay que buscarla. La culpa señala dónde está el mal pero no es la solución, el remedio lo tienes que buscar tú. Se trata de hacer algo que nosotros sí podemos hacer, de encontrar una salida que pueda ayudar a reparar hasta cierto punto el daño hecho pero sobretodo que abra nuevos horizontes. Aceptar la culpa, reconocer que lo has hecho mal no es el final sino que es el punto de partida de un proceso de cambio y maduración. Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja de ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda.
Los primeros cristianos se llamaban santos a sí mismos. Ya no estaban pendientes de contabilizar sus pecados, ahora dedicaban sus esfuerzos a ensanchar el horizonte: hacer un mundo más fraternal, superando los malentendidos, las disputas, el odio y el espíritu de venganza... guiados por los deseos de entendimiento y de afecto de su corazón.